Giovanni Boccaccio, junto con Dante y Petrarca, conforma el trío de grandísimos escritores humanistas del Renacimiento. Cronológicamente fue el tercero en aterrizar. No conoció a Dante pero tuvo amistad con Petrarca. A éste lo interesó en la obra de aquél. A Dante lo endiosaba. Desde el púlpito de la iglesia de Santo Stefano Protomartire, de Florencia, predicaba la palabra de… la Divina Comedia.
Como su gran admirador escribió Vita di Dante, libro cuyo título original ocupaba 21 palabras; la gente lo redujo a Trattatello in laude di Dante Alighieri y acabó en Vita di Dante. Parte de las primeras líneas del Trattatello se refieren a cómo “los pueblos antiguos y egregios honraban a los hombres valiosos unas veces como deidades, otras con estatuas de mármol, a menudo con sepulturas distinguidas, en alguna ocasión con un arco de triunfo, o quizá con una corona de laurel […]”
La corona de laurel es un llamativo tema en la Vida de Dante. Boccaccio mismo fue retratado con esa prestigiada prenda. En cambio, escribe, la muerte del poeta sucedió “cuando más deseaba ser laureado”. Tal vez Boccaccio quiso remediar la histórica falta y en otra de sus obras, Amorosa visione, hace aparecer a Dante con la apetecida corona.
En su Vida de Dante, Boccaccio justifica los méritos de su biografiado para ser laureado. Por ese honor, argumenta, “se entregó por completo” al estudio y a la creación de su obra. “Dante deseaba ardientemente tener tal honor”. El autor del Decamerón reconoce que Dante exageró su apetito de fama pero también lo explica como debilidad humana: “Deseó más el honor y la pompa de lo que pide una ínclita virtud como la suya. Pero qué, qué vida es tan humilde que no guste ser tocada por la dulzura de la gloria.”
Boccaccio, como su biografiado Dante y como su amigo Petrarca, con la búsqueda de fama, de gloria terrenal enseñó a reconocer la condición humana entre cuyas necesidades, la vanidad, atrae con brillo imantado. Si en la época que les tocó era una promesa la gloria divina, no sería desdeñable la gloria terrenal, la fama; como dice Boccaccio, “la vanidad del favor del pueblo”.
La inercia de la metafísica medieval ocasionó la reacción humanista. Tras redescubrir las capacidades humanas las mentes del Renacimiento las aprovecharon y probaron y mostraron que no eran indestructibles las ataduras impuestas por los poderes. Las cortaron y las criticaron y con la redescubierta arma de la crítica inauguraron muchas de las libertades que disfrutaron los siglos que siguieron.
Es valiente y hermosa la crítica que hace Dante de su mundo en la Divina Comedia; Petrarca lo mismo en su Cancionero y en los Triunfos; Boccaccio se solaza criticando y nos divierte en el Decamerón. Aunque, por otra parte, con obras “serias” tejieron los hilos del Estado moderno; todo estimulado por el espíritu renacentista que incluyó como elemento importante la búsqueda de la fama. Dante canta su apetito de fama en la terza rima de la Comedia; Petrarca entre su copiosa obra poética; Boccaccio, por lo menos, comentando cómo la persiguieron.
Los siglos posteriores reaccionaron castigando con pena moral “la peste” de la vanidad, el gusto de la fama, el apetito de gloria. Pero la conquista de la trascendencia en el tiempo y el espacio reales enseñada por los renacentistas es una lección afortunada y permanente en sus obras de narrativa y poesía.
Con la crítica de Dante a su entorno, desde los laicos hasta los papas; la de Petrarca que puede encontrarse condensada en sus sonetos babilónicos y con la alborozada crítica de Boccaccio a las gentes de su mundo, destacadamente a los religiosos, es decir, la crítica al gran poder de su tiempo, estos escritores humanistas mostraron que “no hay deidad segura / al altivo volar del pensamiento”, como versificó Sor Juana.
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