Alarma genocidio
Reportaje

Alarma genocidio

Acto vivo de matar lo distinto

La palabra “genocidio” tiene oficialmente menos de 80 años de existir. Está formada a partir de la raíz “gen”, que significa estirpe, linaje, grupo genético o de origen común, y el elemento “cid”, procedente del verbo latino para matar.

Fue acuñada por el polaco Rafael Lemkin, jurista nacido en 1900. Lemkin estudió las violencias contra etnias, grupos religiosos y sectores sociales,

En 1944 publicó El dominio del eje en la Europa ocupada, libro en el que abordó los crímenes del régimen de Hitler.

Lemkin fundó su neologismo sobre las masacres perpetradas por los nazis contra los judíos y por los otomanos contra los armenios.

La voz “genocidio” se incluye dentro de los delitos llamados “contra la humanidad o de lesa humanidad”, categoría que abarca cuestiones como la esclavitud, la sobreexplotación de un grupo sobre otro o cualquier acto inhumano contra grupos poblacionales específicos.

Característica primordial de la violencia genocida, aquella que la distingue de los otros crímenes mencionados, es la eliminación física o sistemática de un pueblo o de un sector de la población.

Con ese fin se emplean métodos como los siguientes:

a) La matanza directa.

b) El sometimiento de la gente a condiciones que necesariamente acaban con su vida.

c) La adopción de acciones para impedir que se produzcan nacimientos.

Muertes masivas ocurridas en conflictos bélicos (las bajas de los ejércitos en disputa o las víctimas de bombardeos, por ejemplo) no se consideran genocidio.

UN GENOCIDIO MEDIEVAL

Eliminar físicamente a un grupo o pueblo no es una práctica novedosa.

Ya en la Biblia, en el Antiguo Testamento, se habla del diluvio universal o del exterminio de los habitantes de Sodoma y Gomorra.

Sólo Noé, su familia, y los animales reunidos en el arca sobrevivieron en el primer caso; en el segundo, sólo Lot y su familia.

¿Qué se buscaba erradicar en ambos casos? La maldad de los hombres.

Otro genocidio con raíz religiosa ocurrió en el siglo XIII. Sus víctimas fueron los cátaros, también conocidos como albigenses (por el número elevado de creyentes cátaros que residían en la ciudad de Albi).

Eran una secta religiosa ubicada en el sur de Francia. Su credo, entre otros aspectos, rechazaba el Antiguo Testamento y a la Iglesia Romana (a la que llamaban “cueva de ladrones”) y negaba el dogma de la Trinidad; para ellos, Cristo y el Espíritu Santo eran simples emanaciones de Dios.

Los sacerdotes cátaros vivían sin posesiones, predicaban la igualdad y desaconsejaban el pago de impuestos o de diezmos.

A lo largo del siglo XII consiguieron adeptos en territorio francés y en provincias italianas.

Se ganaron la animadversión de la corona francesa y de la Iglesia, que los declaró herejes. Así inició la cruzada contra ellos, una que se extendió de 1209 a 1229 .

En el primer año, cuenta Fernando Vallejo en La puta de Babilonia, el legado papal Amoldo Amalrico le puso sitio a Béziers, ciudad baluarte de los albigenses.

Amalrico exigió que le entregaran a 200 de los más conocidos cátaros allí refugiados, a cambio, ofreció perdonar a la ciudad. Los ciudadanos de Béziers decidieron resistir.

Aún no comenzaba el asedio cuando un grupo de jóvenes intentó incordiar a los cruzados fuera de las murallas. Sin embargo, lo único que consiguieron fue señalar el camino por el que el ejército papal terminó entrando en la ciudad.

Los cruzados se entregaron a la rapiña y al exterminio. En un momento, al cuestionar sobre su fe a sus víctimas, los soldados descubrieron que había católicos mezclados con los herejes. ¿Cómo debían proceder? La respuesta de Amalrico fue: “Mátenlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos”.

Ese día, 20 mil personas, sin importar ni sexo ni edad, murieron en Béziers.

La cruzada siguió durante dos décadas y los cátaros fueron erradicados.

LA CUESTIÓN ARMENIA

El siglo XX puede ser denominado una centuria genocida. La primera muestra de ello es el extermino de los armenios. Si bien esta masacre se gestó a lo largo de más de cuarenta años; su periodo de mayor intensidad asesina se registró en los años de 1915 a 1923.

Antes de la Primera Guerra Mundial había aproximadamente dos millones y medio de armenios viviendo en el Imperio Otomano (de cuyos restos nació el Estado turco actual). Para 1923, el número de armenios apenas pasaba de cien mil.

¿Cómo ocurrió? Según Súlim Granovsky, periodista argentino y autor del libro El genocidio silenciado, a finales del siglo XIX el Imperio otomano, que en su época de mayor esplendor llegó a dominar franjas de Europa, Asia y África, languidecía. Perdió sus territorios europeos y las autoridades imperiales trazaron el plan de reunir bajo su autoridad un amplio cinturón de pueblos de origen turco-mongol (como Tayikiztán o Uzbekistán, en el Asia central).

Sin embargo, se encontraron con la oposición de sus súbditos armenios, que buscaban la independencia, o cuando menos una autonomía similar a la obtenida por Bulgaria, otra nación sujeta a la influencia otomana.

A fines del siglo XIX, el Gran Visir Kiamil Pashá planteó cómo podía solucionarse la cuestión armenia: “Si en la parte europea de nuestro imperio alimentamos a las víboras, no debemos incurrir en la misma equivocación en nuestra Turquía asiática: lo inteligente es aniquilar y extirpar aquellas razas que algún día pueden hacernos correr el mismo peligro y brinden al extranjero la oportunidad de intervenir en nuestros asuntos. (...) Si la raza armenia desaparece, cuando la Europa cristiana busque un correligionario en el Asia turca y no lo encuentre, podremos vivir tranquilos”.

Un primer anuncio de lo que vendría sucedió en la ciudad de Adaná en 1909: una matanza de 30 mil armenios.

Con el advenimiento de la Gran Guerra, los turcos pusieran en marcha su plan genocida. Consistía, explica Granovsky, en institucionalizar la masacre, de modo que fuera tan letal como organizada, lo que ocurrió el 10 de agosto de 1910.

La etapa más intensa de la persecución comenzó en abril de 1915, en Estambul, con el secuestro, y posterior asesinato, de más de 600 intelectuales, políticos, poetas y religiosos armenios. La idea detrás de esta acción era descabezar al pueblo a exterminar de modo que no pudiera organizar una defensa efectiva de forma rápida.

¿Qué medidas se adoptaron para solucionar la cuestión armenia?

Emasculación (destrucción física masculina): con la excusa de la guerra el ejército turco enroló a todos los varones armenios entre los 15 y los 45 años de edad; fueron obligados a cavar trincheras que se transformaron en sus tumbas.

Deportación: enfermos, adolescentes, mujeres y ancianos fueron trasladados a una supuesta zona de exclusión bélica con el fin de “protegerlos” del conflicto mundial. Unos viajaron al norte y acabaron ahogados en el mar Negro; a los que vivían en el centro de la actual Turquía los condujeron, sin víveres, hasta el desierto de Deir ez-Zor (Siria) donde los arrojaron a pozos y les prendieron fuego.

Ante las dudas de los encargados de ejecutar el plan genocida, el gobierno otomano emitió un telegrama en el que se exponía que las órdenes debían ser cumplidas sin titubeos y haciendo caso omiso a la conciencia. Quienes se negaron a cumplir las instrucciones fueron fusilados.

Hubo sobrevivientes por la acción de fuerzas rebeldes que impidieron la invasión de los turcos en algunas zonas habitadas por armenios. Otros vivieron porque se escondieron durante la reubicación o bien fueron comprados por árabes.

Terminada la guerra, griegos, franceses, ingleses e italianos se repartieron los restos del Imperio otománo.

Sin embargo, con el resurgimiento de Turquía, bajo el gobierno de Mustafá Kemal, continuó la persecución.

Se calcula que existieron unos 26 campos de concentración para confinar a la población armenia, situados cerca de las fronteras con Siria e Irak.

A un siglo de aquella, el gobierno turco aún niega haber cometido tal crimen contra la humanidad.

UN PLAN

Genocidio, según Lemkin, alude a un “plan coordinado compuesto por diferentes acciones que apuntan a la destrucción de los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales con el objetivo de aniquilar a esos grupos”. Legal, moral y humanitariamente, expuso el jurista polaco, se trata de un crimen internacional en el cual toda la sociedad de países debería interesarse.

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) define al genocidio como actos perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso.

A la hora de ilustrar el modo en que se extermina a un pueblo, la Solución Final, la búsqueda de una Alemania “judenrein” (libre de judíos) se convirtió en el referente obligado.

Estudiosos e historiadores del Holocausto estiman que entre 4.5 millones y seis millones de judíos fueron asesinados por la maquinaria nazi.

Sin embargo, no fueron las únicas víctimas de la violencia genocida del Tercer Reich. Los campos de concentración también dieron cuenta de cientos de miles de gitanos.

Además, las primeras cámaras de gas se construyeron en 1939 para cumplir un decreto de Hitler que decía: “Debemos conceder a los enfermos incurables el derecho a una muerte sin dolor”.

Los nazis fueron cuidadosos de que sus atrocidades no se vieran reflejadas en papel. En lugar de “exterminio”, “liquidación” o “matanza” sus informes decían “Solución Final”, “evacuación” o “tratamiento especial”.

Para perpetrar la Solución Final fue necesario algo más que la complicidad de todos los organismos y funcionarios alemanes, es decir, de las autoridades de los ministerios, de las fuerzas armadas y el Estado Mayor alemán, del poder judicial y del mundo de los negocios y las finanzas.

Hannah Arendt, filósofa estadounidense de origen alemán, explicó que sin la cooperación de las víctimas, hubiera sido poco menos que imposible que unos miles de hombres, oficinistas en su mayoría, liquidaran a millones de individuos.

Sucedió lo mismo en Amsterdam que en Varsovia, Berlín o Budapest. Representantes del pueblo judío formaban listas de individuos de su pueblo y de los bienes que poseían. Obtenían dinero de los enlistados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio. Proporcionaban fuezas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos. Alimentaban los trenes que conducían a su pueblo hacia la muerte.

Aquellos líderes decían que con el sacrificio de cien hombres salvaron a mil. Sin embargo, la realidad, explicó Arednt fue muy distinta. En Hungría, por ejemplo, el consejo judío salvo a 1 mil 684 personas, a cambio, fueron sacrificadas 476 mil víctimas aproximadamente.

Según la autora de Sobre la violencia, la mitad de los judíos asesinados habrían podido salvarse si no hubieran seguido las instrucciones que les dieron sus dirigentes.

Fue hasta el otoño de 1944, cuando la derrota alemana ya era inminente, que Heinrich Himmler, a quien Hitler encomendó la Solución Final, dio la orden de detener la labor de exterminio; para ese momento, Himmler ya pensaba en negociar los términos de la rendición.

LA BANALIDAD DEL MAL

En 1961, Arendt asistió como corresponsal de prensa al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén. De esa cobertura surgió su estudio sobre la banalidad del mal.

¿Qué había de banal en el mal de Eichmann? Que era un hombre terroríficamente normal.

El fiscal del caso, Gideon Hausner intentó demostrar que el acusado era un monstruo. Según Arendt, no lo consiguió.

Seis psiquiatras habían certificado que el exteniente coronel nazi era un hombre “normal”. Uno de ellos consideró que, según los rasgos psicológicos del acusado, su actitud hacia su esposa, hijos, padre, madre, hermanos, hermanas y amigos, era “no sólo normal, sino ejemplar”.

La fiscalía argumentó que Eichmann no sólo había actuado consciente y voluntariamente, sino impulsado por motivos innobles, y con pleno conocimiento de la naturaleza criminal de sus actos.

Sin embargo, Eichmann nunca tuvo nada, a nivel personal, contra los judíos; al contrario, poseía “razones de carácter privado (lazos familiares)” para no odiarles y hasta ayudó a algunos a escapar de la maquinaria nazi. Como parte de sus funciones elaboró un par de planes para deportar, no masacrar, a los judíos.

En una entrevista previa al juicio declaró que tan sólo se le podía acusar de “ayudar” y “tolerar” la aniquilación de los judíos.

Eichmann no se dedicó a matar sino a transportar. En su defensa señaló que estaba obligado a obedecer las órdenes que se le daban, y que había realizado hechos “que son recompensados con condecoraciones cuando se consigue la victoria, y conducen a la horca, en el momento de la derrota”.

No se consideraba un canalla, además, corría el riesgo de ser fusilado si desobedecía; la alternativa era el suicidio. No obstante, reconoció que le hubiera pesado incumplir las instrucciones recibidas, pues uno de sus objetivos era seguir ascendiendo en el gobierno alemán. El inicio de la Solución Final fue un varapalo para él en cuanto echó por tierra sus proyectos para arreglar la cuestión judía por la vía de la deportación.

Terminada la guerra, Eichmann huyó a Argentina, donde permaneció algunos años sin llamar la atención, con otro nombre. Luego, ya no se molestaba en disimular que era él, como si quisiera que lo atraparan, lo que finalmente ocurrió. Agentes israelíes lo secuestraron y trasladaron a Jerusalén para afrontar su juicio. Fue ahorcado el primero de junio de 1962. Dejó para el registro el hecho de que el extermino judío representó para él “un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos”. La maquinaria nazi, señaló Arendt, fue manejada por muchos hombres como él, que no eran sádicos, ni perversos, sino “terroríficamente normales”.

LA CONQUISTA

La Solución Final del nazismo no es el mayor genocidio de la historia. Esa distinción pertenece a lo ocurrido en el Nuevo Mundo.

Cabe mencionar que historiadores como el español Antonio Espino o el mexicano Fernando Cervantes, sostienen que el llamado encuentro de dos mundos no dio lugar a un genocidio dado que no hubo un plan destinado a erradicar a la población nativa.

Señalan que las epidemias mataron más gente que las masacres y que en las matanzas hubo más violencia de indios contra indios que de españoles contra indios.

El filósofo francés de origen bulgaro, Tzvetan Todorov (fallecido en 2017), pensaba de otra manera: “Si alguna vez se ha aplicado con precisión a un caso la palabra genocidio es a éste”, afirmó en su libro La conquista de América.

En el año 1500, según Todorov, la población global en las tierras descubiertas por Cristobal Colón debía ser de 80 millones de personas.

A mediados del siglo XVI quedaban 10 millones.

Sólo en México, en vísperas de la Conquista, su población era de unos 25 millones; para el año de 1600 apenas un millón seguía con vida.

Antonio Espino considera que sería algo más preciso hablar de una “hecatombe poblacional”.

Historiadores y estudiosos coinciden en que ninguna de las grandes matanzas del siglo XX puede compararse con lo ocurrido en el Nuevo Mundo.

La principal razón detrás del exterminio de los indios, y en esto también coinciden los estudiosos, fue la codicia, pero no lo explica todo.

Fueron tres las formas que adoptó la disminución de la población:

1) Por homicidio directo, durante las guerras o fuera de ellas.

2) Como consecuencia de malos tratos.

3) Por enfermedades, debido al “choque microbiano”.

Los historiadores aún debaten acerca de cuál de estas causas tuvo más peso. Unos afirman que las enfermedades que trajeron los colonizadores; otros, apuntan a los malos tratos, entendidos como una explotación inmisericorde, especialmente en las minas.

Las conquistas de los pueblos indios se sucedían con tal rapidez que la muerte de toda una población no inquietaba sobremanera a los invasores; siempre podían llevar gente nueva de los poblados que iban descubriendo.

La esclavitud ocasionó disminuciones masivas de la población. Muchos indios preferían no tener relaciones por no alumbrar esclavos. Por la misma razón algunas madres preferían ahogar a sus hijos o abortar antes que dar a luz.

Quedaron diversos testimonios sobre la extrema crueldad de los conquistadores,

Un informe dirigido en 1516 por un grupo de dominicos a un ministro español refirió el siguiente hecho ocurrido en las islas del Caribe:

“Yendo ciertos cristianos, vieron una india que tenía un niño en los brazos, que criaba, e porque un perro quellos llevaban consigo había hambre, tomaron el niño vivo de los brazos de la madre, echáronlo al perro, e así lo despedazó en presencia de su madre”.

Incluso quienes prefieren llamar hecatombe o invasión a lo ocurrido en el Nuevo Mundo, reconocen que los resultados fueron como si de un genocidio se tratara.

CONTAR LA HISTORIA

La Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio es el tratado internacional con base en el cual se sanciona el también llamado “crimen de crímenes”; fue aprobada por Naciones Unidas en 1948.

Trabajo no ha faltado para los encargados de investigar con fines judiciales matanzas ocurridas en un siglo marcadamente genocida.

En los noventa del siglo pasado se constituyeron tribunales especiales con motivo de las atrocidades perpetradas en la antigua Yugoslavia y en Ruanda.

Desde 2002, la Corte Penal Internacional, con sede en La Haya (Países Bajos), se encarga de castigar los exterminos planificados.

La primera sentencia se dio por el de Ruanda (África), ocurrido en 1994. En ese país, la población se dividía, con base en su linaje o en su posición económica, en hutus y tutsi. Los primeros eran mayoría y los más radicales entre ellos no querían perder el control de la nación ante los tutsi, que poseían mayores recursos económicos. Mataron a 800 mil personas (el 75 por ciento de los tutsi).

Jean-Paul Akayesu, que era alcalde de la ciudad ruandesa de Taba, fue el primer condenado, a cadena perpetua, por la justicia internacional debido a su papel en el genocidio ruandés.

También se han emitido sentencias por las masacres de un millón y medio de personas (una cuarta parte de la población) acusados de ser enemigos del Estado, a manos de los jemeres rojos, en Camboya y por la limpieza étnica emprendida por el ejército serbio y grupos paramiliates que terminó con la vida de cerca de 8 mil muslmanes en Bosnia.

El presente siglo, exponen en Amnistía Internacional, no ha estado exento de planes para erradicar a grupos poblacionales.

En la década pasada, el Estado Islámico intentó eliminar a la comunidad yazidí en Irak.

En 2017, el hecho más reciente, ejército, policía y civiles de Myanmar (Asia) perpetraron una persecución, con fines de exterminio, contra la minoría musulmana rohingya.

Miles de personas fueron masacradas y cerca de 700 mil rohingyas huyeron del país, lo que ocasionó otra crisis humanitaria.

Los genocidios no sólo son episodios atroces; en varios casos, como explican los estudiosos del tema, significan la reducción del mosaico de pueblos y culturas de la raza humana.

Siempre ha habido este tipo de crímenes, dice Súlim Granovsky, el asunto es qué hacer para que no se repitan hechos similares. La humanidad no ha encontrado la fórmula para ello.

“¿Quién se acuerda hoy de la aniquilación de los armenios?”, dijo Adolfo Hitler para mantener tranquilos a sus generales cuando se decidió a emprender la guerra y expuso sus planes de erradicar a pueblos enteros.

En Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt elaboró una respuesta a la pregunta del Führer: “Siempre quedará un hombre vivo para contar la historia”.

Sin embargo, la memoria es una tenue defensa contra las causas que suelen detonar la violencia genocida, por lo general, razones ajenas a la maldad pura, humanas sencillamente: el odio hacia el otro, la codicia, el ansia de poder, el deseo de dominar un territorio, la posibilidad de vengar injurias del pasado, el simple creerse superior a alguien más.

Desde la destrucción de Cartago por el Imperio romano (146 a. de C.) hasta los ataques contra la población civil en Siria en la década pasada, o, puesto en otros términos, desde el uso de la espada hasta el empleo de armas químicas, la maquinaria del genocidio no deja de activarse. Hay lecciones que la humanidad, simplemente, se resiste a aprender.

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