El propósito del alma es la alegría
Opinión

El propósito del alma es la alegría

Miscelánea

Como entre mis manos te resbalas

como te deslizas vida mía.

Francisco De Quevedo

No le temo a la muerte, declaré en mi nota anterior. Aclaro: quise decir que no le temo a mí muerte. De las otras, las de los seres que amo, esos que acuné nueve meses en mi vientre y el resto de mi vida en el alma, eso no lo puedo siquiera considerar. Compartí también en mi nota anterior, la convicción de que la vida eterna consiste en la obra: acaso morirá Cervantes? ¿Dostoievsky? ¿Ovidio? ¿Algún día morirá Sor Juana? Pensar en la resurrección de los muertos me provoca una gran inquietud; creo que me resultaría muy difícil convivir con dos maridos a la vez.

Creer o no creer, ese es el dilema. Ante el reconocimiento de no saber qué hacer con la muerte, lo que me corresponde es pensar qué hacer con la vida. “Tengo un pájaro azul dentro del alma/ un pájaro que canta y que solloza/y que en mis noches de infinita calma/ es como una esperanza milagrosa”. Sucede sin embargo que ante ese caprichoso y volátil pájaro que es la felicidad, me rindo. Prefiero apostarle a la alegría por ser más accesible. Renuncio a las supercarretera y me voy por la veredita que lleva a la alegría de las pequeñas cosas: el café y el periódico para despertar, el enorme placer del agua caliente en mi regadera, la alegría de los nietos cuando llegan y mucho más cuando se van. Me alegra husmear en las librerías y sorprenderme con la obra reciente de alguna amiga, sembrar tomates el dos de febrero para cosecharlos en junio, emprender la marcha en los bosques de Valle de Bravo, mirar el mar y escuchar conversaciones ajenas:

¿Dónde están las verduras congeladas?– Pregunta una mujer. En el congelador– responde el empleado del súper. Gracias responde ella.

Me alegra arroparme entre los brazos abiertos y generosos de mis amigas laguneras y el milagroso Zoom que hace posible la reunión con mis hermanos de letras que se encuentran en lugares distantes. Agradezco la inoportuna llamada de alguna amiga que interrumpe mi trabajo a media tarde para proponer: vamos a tomar un Manhattan; aunque luego resulte que tomamos más de uno y se nos suelta la lengua y la risa. He aprendido a tener cuidado de que no sean más de tres porque de la risa paso a confesar lo inconfesable y a perder toda dignidad con la cabeza metida en el inodoro. Disfruto las sábanas de franela que me arropan en las noches de invierno y el crepitar de los leños en la chimenea. Me alegra la vitalidad contagiosa de mis hermanas. Vagabundear por las calles sin propósito alguno. De vez en cuando pegarme una buena juerga, la bohemia, los boleros y los cacahuates japoneses. Es un deleite para mí, manuscribir con lápices de punta afilada y borrar mis chorradas con suaves gomas de migajón para empezar de nuevo. Lástima que ni siquiera las gomas de migajón, puedan borrar las palabras que a veces salen de mi boca como piedrazos. Me produce gran placer caminar por los parques pisando las hojas de otoño; y por qué no decirlo, el mágico instante de los besos; música y poesía de la comunicación corporal.

Sonrío al recordar que durante este año he eliminado de mi vida a dos amigas tóxicas y tengo una tercera en observación. Me alegra pensar que con una mayoría abrumadora de votos, pronto mandaremos a “La chingada” al destapador con todo y sus corcholatas. Como verá pacientísimo lector, no espero demasiado, sólo las pequeñas cosas que están a mi alcance. Reconozco que no es momento de instalarse en la alegría, sin embargo, como dice el proverbio chino, es mejor encender una vela que maldecir en la oscuridad.

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