Gerardo Kleinburg, la ópera y sus emociones
Entrevista

Gerardo Kleinburg, la ópera y sus emociones

La música es irresistible para el alma. Por eso el alma sufre irresistiblemente.

Pascal Quignard

Se infectó. Tomó el vinilo entre sus manos y colocó el cuerpo de plástico bajo una aguja. Los surcos cobraron vida, amplificaron sus susurros hasta hacerse legibles. El ruido ese no era el silencio de Juan Rulfo; las voces tenían rostro. Los cantantes Renata Tebaldi, Carlo Bergonzi y Mario Sereni ocuparon la habitación para transformarla en París. Sus gargantas emitían una versión de La bohéme, ópera compuesta en 1896 por Giacomo Puccini.

Gerardo Kleinburg tenía sólo trece años cuando escuchó la obra del compositor italiano nacido en Lucca. Con curiosidad sostuvo el libreto y siguió la trama traducida al inglés. Sus ojos se despejaron, absorbieron las palabras para inundarse de notas. La emoción le humedeció el rostro. Antes de eso la ópera le parecía un género desagradable, sórdido, donde la voz estropeaba la belleza de la música. La ópera le era indiferente, pero Puccini cambió todo.

El libreto de la historia brinda un año: 1876. Puccini está en Pisa y acude al montaje de Aida, de Giuseppe Verdi. Sin dinero, se las arregla para meterse al teatro y escuchar las trompetas de La marcha triunfal. No es su primera ópera (dos años antes había visto La vestale, de Gaspare Spontini, en Lucca), pero este drama representa una revelación de su verdadero camino.

Revelación fue la que también tuvo el crítico al entender el mensaje de La bohéme. Más allá de la muerte de Mimí por tuberculosis, la obra habla de la pérdida. El futuro crítico y escritor dedujo entonces que la ficción contenía una grana verdad, que la ópera se nutría con casi todos los elementos que le interesaban (literatura, música y teatro), que aquello conectaba con las historias que inventaba en su infancia al crecer sin padre en una familia de artistas. Quedé absolutamente infectado de por vida por el género”.

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So bist du meine Totcher nimmermehr. La pantalla en el auditorio del Museo Regional de La Laguna muestra fragmentos de las óperas de Mozart. Es sábado a mediodía y Kleinburg está a punto de cerrar un curso de tres jornadas en Torreón. La flauta mágica y el aria de La reina de la nocheforman parte de la clausura debido al mismo tiempo a su sencillez y complejidad.

Por la tarde acude a un restaurante de la ciudad, antes de volar a la capital del país. El diálogo entre la comida mexicana y el calor lagunero lo retroalimenta. Allí dice que entre sus escuchas recientes resalta L’amour de loin, ópera de la compositora finlandesa Kaijaa Saariaho. La obra parte de un estilo musical llamado espectralismo, que emplea el desdoblamiento, la descomposición de la música en distintas frecuencias y subfrecuencias a través de osciloscopios.

Kleinburg ve mejor con losdos que con los ojos. Su humanidad, como en una obra de Puccini, es definida por las pequeñas cosas. Así busca catarsis, crisis, identidad. Acompaña la soledad rodeado de preguntas, pues toda ficción cuestiona al lector, al espectador, al oyente. Tal vez por ese sensible tacto, sus entrevistas a artífices del género tuvieron tanto éxito durante la pandemia. El proyecto virtual se condensó en el libro Hablemos de ópera (Turner, 2021), en cuyo prólogo afirma que una función de ópera es algo muy cercano a un milagro”.

Premio de Crítica en el Festival de Salzburgo de 1992, portador de la Medalla Mozart y exdirector artístico de la Ópera de Bellas Artes, ya antes había escrito novelas como No honrarás a tu padre (Editorial Sudamericana, 2004) y Éxtasis: una novela en siete cápsulas (Alfaguara, 2014), donde el empleo de las emociones resalta como verdad temática. Pero la frase de su autoría, la que mayor responde a la esencia de la ópera y de una conversación, se aloja en la compilación de relatos Tríptico (Joaquín Mortiz, 1984): Donde uno espera lo maravilloso no ocurre nada y, en cambio, de lo cotidiano puede emerger lo sublime, lo irrepetible”.

Sé que estuviste en un escenario desde antes de nacer, pues tu madre es actriz de teatro. Pero tu padre no estuvo contigo y comenzaste a hacer ficciones. Antes de descubrir la ópera, ¿cómo te encontrabas ante la ficción?

, me tardé en llegar a la ópera. Mi cercanía con la ficción me antecede, puesto que en algún sentido, involuntariamente, al estar dentro de mi madre que estaba en una ficción teatral, yo era parte de esa ficción. Nací dentro de una ficción y nací también dentro de una ficción familiar, porque era una familia de actores y actrices, donde no era muy fácil saber si estábamos en una escena de la cotidianidad o en una escena de un drama griego. Eso por un lado. Por el otro, me llegó el chip genético de la música. La música me gusta y soy sensible a ella desde antes de tener uso de razón. No hay ningún mérito; nací con eso. Amaba la literatura, amaba leer y amaba la música clásica, pero detestaba la ópera, profundamente, me parecía una cosa espantosa. Suena muy sangrón, pero estaba muy chico. Yo ya leía y oía música a los siete, ocho, nueve, diez, once, trece o catorce años, y la ópera me parecía un horror, algo ininteligible, exagerado. Sabía que era música muy bella, pero me parecía que la arruinaban cantando de esa manera. Entonces, a mi madre le gustaba mucho la ópera y tenía una pequeña colección de discos. Tal vez por rechazo a mi madre trataba de separarme un poco, de no acercarme a ella escuchando ópera. Hasta que un día, cuando tenía trece o catorce años, estaba solo en la casa y aprovechando que nadie me veía, que no iba a hacer el ridículo, dije: “Bueno, ¡vamos a escuchar esto! A ver de qué se trata. Me acuerdo que venía una señora muy linda en la portada y era La bohéme, con Renata Tebaldi, Carlo Bergonzi y Mario Sereni. Tenía el libreto en italiano, con la traducción al inglés. Lo empecé a seguir y terminé hecho un mar de lágrimas, absolutamente conmovido, sacudido por eso, y siempre lo refiero como una infección. ¡Me infecté! Y ahí me quedé, infectado.

En tu novela No honrarás a tu padre, haces un recorrido por la Ciudad de México. Transitar nuestra urbe es también recorrer nuestra biografía. Cuando recuerdas escuchar por primera vez La bohéme, ¿qué puedes abstraer de esa Ciudad de México?, ¿qué conexión tenía con lo que vivías en ese entonces?

Es interesante. No encontraría una asociación directa en ese momento, pero sí después. En mi adolescencia tardía y primera adultez, empecé a frecuentar Coyoacán: en el Parnaso, el Café del Parnaso, estaban las chicas y mis amigos bohemios. Yo empecé a darme cuenta de que ese Coyoacán, ese café, ese estado de ánimo que vivía, tenía mucho qué ver con La bohéme. Se parecía al Café Momus, a la buhardilla Rodolfo, de Marcello, de Schaunard. En algún sentido, lo asocio con eso. Yo asocio La bohéme con el Coyoacán de mi adolescencia.

En una anterior ocasión, mencionaste que la ópera era un terreno donde confluían todos tus intereses, ¿cuáles son y cómo confluyen esos intereses?

Hay uno solo que no confluye en la ópera: el futbol. Fuera de eso, están todos mis intereses. Tristemente no hay futbol y no he encontrado la manera de asociarlo. No es chiste, ¡eh! Lo digo muy en serio. ¿Cuáles son y cómo confluyen esos intereses? Son la ficción, la literatura, la música, el teatro. Pero ¿cómo confluyen? Es muy fácil: a través de las emociones. La ópera, fundamentalmente en mi caso, no es un ejercicio estético, sino un ejercicio emocional, un brebaje auditivo que hace que mis emociones se disparen. Realmente por ahí me conecto y me parece que es el vaso comunicante entre los diferentes componentes de la ópera, ese catalizador. Por supuesto que puedo pensar en términos de música, de literatura, de historia —hoy estaba haciendo eso—, pero a la hora en que estoy oyendo música y ópera, es en lo único que no estoy pensando. No estoy pensando si Mozart fue enterrado en una fosa común, si esto es ópera seria... eso me viene valiendo. Estoy simplemente viendo que el conde se hinca ante la condesa y le pide perdón con humildad, dejando su arrogancia de lado, dándose cuenta, en algún sentido, que es un macho, y ahí conecto con eso. O con el sentido de pérdida de La bohéme. En mi opinión, La bohéme funciona porque de lo que habla es de la pérdida: son un grupo de jóvenes que se dan cuenta de que hay cosas más serias. La bohéme no es una historia de amor, es una historia de pérdida y, generalmente, las pérdidas nos hacen crecer. Rodolfo, Schaunard, Marcello, Colline y Musetta crecen. La única que no puede crecer es Mimí, porque muere, pero es la muerte de Mimí la que genera ese crecimiento. Entonces, eso, cuando oigo La bohéme, lloro amargamente por todas las cosas que he perdido.

Toda ficción con la que has tenido contacto te ha revelado una verdad.

El arte es una estrategia para decir la verdad a punta de mentiras, desde ilusiones, convenciones, referencias indirectas. En ese sentido, de nuevo, siguiendo el ejemplo de La bohéme, la verdad de La bohéme es la pérdida y la mentira sería que la chica tiene tuberculosis y muere. Eso es irrelevante, esa no es la verdad de La bohéme. Insisto, la verdad de La bohéme es que todos crecemos y que, tristemente, es muy difícil crecer si no es a través de la pérdida.

¿Tiene que ver con lo que escribes en el prólogo de Hablemos de ópera: “No se exagera al decir que una función de ópera es algo muy cercano a un milagro”?

Cada función es un milagro y hay una ópera detrás de cada ópera. Es mucho más operístico el proceso de hacer una ópera que la ópera misma. Es más antinatural, más estridente, más inverosímil. Es mucho más inverosímil ver a unos señores cantando una historia, que ver cómo un esfuerzo se convierte en una representación operística. Eso es verdaderamente una suerte de milagro. Tuve la oportunidad de hacer muchas funciones de ópera como director de la compañía, hace mil años, y es donde te das cuenta de que —me estoy desviando, pero lo quiero decir— la ópera es un catalizador de emociones en todos niveles y en todas circunstancias. No sólo cuando te sientas a escucharla, sino cuando la organizas, la financias, la administras, coordinas los ensayos, te pones de acuerdo o te peleas con el escenógrafo, con el iluminador, con el tramoyista, con la diva, con la gente, con el público. La ópera es eso, hiperestesia, lo contrario de anestesia. Es un milagro, en tanto todo arte es un milagro. Es este acto humano tan profundamente inútil en apariencia, que sorprende cómo la gente puede dedicar tanto tiempo, dinero, esfuerzo, a algo que no sirve para nada. Ese es es el milagro de la ópera, como también, insisto, el de otras artes; generar tal esfuerzo, tal voluntad, para algo tan extraño, tan aparentemente inútil, poco práctico.

Las páginas de Hablemos de ópera te muestran en diálogos con individuos que emplean su voz en el arte. Esos encuentros también se dan a partir de la voz, de que los entrevistas y ellos te contestan. ¿La voz es la herramienta principal para acercar la ópera al público?

, claro. Si no lo pensara no le llamaría a mi proyecto así. La voz humana va más allá de la ópera, de una entrevista y de este instante. La voz y lo que hacemos con ella, la voz articulada en lenguaje, es la vía de comunicación mas sofisticada y más imperfecta que hemos desarrollado; hace cosas maravillosas, pero genera equívocos, lagunas absolutamente infranqueables. Es un misterio muy grande de la humanidad, del ser humano y de “ser” humano. El habla, el lenguaje, es un misterio gigantesco, por más que se estudie resulta casi inexplicable. Lo tenemos sobrevalorado. En muchas ocasiones sigue siendo más poderosa la comunicación no verbal, la corporal; la comunicación es completamente involuntaria. Por ejemplo, lo que yo te transmito en este momento a través de mi olor, sin que tú mismo te des cuenta, es más poderoso que lo que te estoy diciendo. Pero bueno, la palabra, el lenguaje y la voz son el vehículo que hemos desarrollado y, en ese sentido, la ópera hace un uso totalmente fascinante de la voz. Esto que ya es tan extraño y tan misterioso, lo convierte en algo aún más misterioso y poderoso. Por eso el mito de Orfeo, al que su alusión en el curso me parece tan atractiva. Esta estilización extrema del habla y de la voz humana que es el canto, el canto operístico, según los griegos —que algo entendían—, es capaz de obrar el milagro más grande que existe. Me queda muy claro que, el milagro más grande al que puede aspirar un ser humano, es revivir a un ser amado. ¡No hay más! No hay nada que se acerque ¡Nada! ¡Nada que pueda competir con eso! Y los griegos dijeron que eso sólo se alcanzaba cantando. Algo entenderían.

En continuación con la voz, muchos de tus entrevistados son cantantes formados en Europa, pero cuyas influencias tienen rasgos de Pedro Infante, Jorge Negrete o incluso Luis Miguel. ¿Qué tanta relavancia tiene el canto popular en su formación profesional?

Toda. Se ha hablado, pensado, escrito, reflexionado mucho sobre el misterio del fenómeno de los cantantes mexicanos. ¿Por qué hay tal número de cantantes de ópera mexicanas y mexicanos destacados? Entre otras cosas, muchos de ellos hablan del canto popular. El canto popular mexicano implica cantar. Hay otros cantos populares de otros países, cuya demanda vocal es mucho menor. Si tú oyes la canción popular peruana, es linda, es bonita, pero no es demandante. Si tú oyes un tango, tienes ciertas cosas, pero si tú oyes música ranchera, música popular mexicana, hay que cantar y hay agudos, coronan con agudos. ¡Y tienen que cantar contra los mariachis que sacan unas malditas trompetas del demonio! Durante muchísimo tiempo la gente mexicana tenía y tiene que cantar todavía contra un mariachi sin amplificar. Los mariachis no nacieron con trompeta, alguien tuvo la pésima idea de meterles trompeta, que es bastante desagradable. Lo has visto, has estado en un lugar con mariachi, oyes el trompetazo y los cantantes tienen que bregar contra eso. Automáticamente, se ha inducido a una escuela natural de canto popular muy demandante. No tengo la menor duda de que, uno de los elementos que contribuyen al fenómeno de lo cantantes mexicanos, es el canto popular, estoy seguro. No tiene nada qué ver con la dieta ni con la genética ni con nada, tiene qué ver con eso. Y Arturo Chacón Cruz, tenorazo mexicano a quien admiro tanto, dice algo más, dice que los mexicanos, más allá del acento, hablamos de una manera muy expresiva: pronunciamos las vocales, las vocales abiertas, tenemos todo un énfasis en nuestra pronunciación. Y él cree que eso también contribuye.

Otro de los temas que tocas en el libro, son las crisis de la ópera a lo largo de la historia. Hablas con el maestro Joan Matabosch y él te dice que la ópera es un arte que siempre ha estado en crisis, como un enfermo con salud de hierro”. ¿Qué te dice este pensamiento y cuáles crees que han sido las mayores crisis de la ópera?

Yo creo que muchas de las crisis grandes de la ópera han tenido qué ver con la tecnología. El cine, la llegada del cine, la televisión, las plataformas, el streamming, son competidores formidables. El mayor enemigo de la ópera es el costo de hacer ópera. No hablaría de un momento, de un episodio, de un factor determinante como algo que la haya puesto en crisis, pero la ópera ha tenido desventajas muy grandes frente a otras artes. Por ejemplo, la música en general, la música entendida así. La música no es un objeto, entonces es muy difícil hacer una transacción con música. Están los discos, las plataformas, las descargas, lo entiendo, pero mira las artes visuales que se han prostituido como ningún arte jamás en la historia, y se han vuelto unos objetos de venta, de especulación que poco tiene qué ver ya con el arte. En ese sentido, un gran adversario de la ópera sigue siendo su gran encanto, la dificultad de hacerla y que, a final de cuentas, uno de los elementos determinantes de ella es la música, sólo aire vibrando. Es muy difícil sostener económicamente algo tan complejo que al final sólo es aire vibrando. No lo puedes agarrar, no puedes lucrar ni especular con él. En mi opinión va por ahí.

Hay una frase de Richard Strauss: Los sonidos hablan, las palabras suenan, todo es confusión”. La ópera, comúnmente, es relacionada con la música, pero es más un género escénico. ¿Cómo perdura esa relación entre letra y música?

De entrada es una relación conflictiva. Incluso podría mejorar la frase de Strauss: Las palabras suenan, los sonidos no hablan tan naturalmente. El compositor tiene que hacer que los sonidos hablen, las palabras ya suenan. Si tú dices manzanasuena a una cosa, si dices chocorrol, suena a otra. Es una relación muy compleja y la ópera, en ese sentido, no busca resolver ese conflicto; busca aprovecharlo. Los mayores problemas y dudas que han tenido los compositores al escribir una ópera son con sus libretistas, mucho más que con los cantantes, los directores de orquesta o los directores de escena. Me parece que la ópera, justamente, busca aprovechar esa relación, los momentos en que fluye, los momentos en que choca, para potenciar esas emociones. Me parece que, al final, está hecha de canto y que el canto es precisamente ese maridaje entre la música y la palabra, ese transformar la palabra en algo que per sé no es. No es una gran respuesta la que te estoy dando, porque la pregunta es muy compleja, pero sí diría que la ópera empecé negando a Strauss y termino dándole la razón— busca eso: hacer que la musicalidad de las palabras y la verbalidad de los sonidos se encuentren en un lugar.

Has explicado cómo empleas en tu vida un verso de Octavio Paz: Para que pueda ser he de ser otro, al momento de escribir ficciones. Pero ¿cómo lo abordas con los personajes de una ópera?

La frase que aludes de Octavio Paz, de Piedra de sol: Para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia, es una de las definiciones más hermosas que he oído del concepto de empatía. La empatía tiene que ver con pathos, con dolor, ponerte en el dolor del otro. Y para mí, la ópera lo hace como ningún otro género artístico. La ópera me permite sufrir los celos de Otelo, la pérdida de Rodolfo, el deseo sexual de Salomé, el machismo vulnerado del conde en Las bodas de Fígaro, la certeza y luego la cruda realidad de mi visión de la fidelidad femenina y un largo etcétera. La ópera, como ningún otro género, me permite ser otros, ellos, esos personajes, y entender que son también yo. Y también me permite tratar de ser una mejor persona. Estoy seguro de que la ópera, de que la ficción, te puede ayudar a ser una mejor persona.

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