El juego
Reportaje

El juego

Un acto revolucionario en tiempos modernos

Desde la Revolución Científica acontecida en el siglo XVII, el ser humano ha intentado explicar su entorno y su existencia misma a través de la razón, convirtiéndola en su principal instrumento para entender el mundo. Busca incansablemente los porqués de todos los fenómenos que antes se adjudicaban únicamente a la voluntad divina.

Poco a poco el Universo ha cobrado sentido: todo se conecta y funciona gracias a las leyes de la física, la química, la biología y demás ciencias. Los seres vivos, por ejemplo, están sujetos a la selección natural, que se basa en la supervivencia del mejor adaptado.

A partir de esta teoría, la comunidad científica ha estudiado los pormenores de la vida enfocándose en qué hace que cada especie (particularmente la nuestra) sea capaz de sobrevivir. Las tan variadas habilidades de caza, reproducción, camuflaje, resistencia, etcétera, que hay en la naturaleza, nos hacen pensar que efectivamente la lucha por la supervivencia es despiadada y exige capacidades sorprendentes para vencer.

El cocodrilo está dotado de una quijada poderosa, sentidos adaptados al hábitat acuático, movimientos rápidos y una piel que lo hace pasar desapercibido ante sus presas. Todo en él está diseñado para sobrevivir. La lógica dicta que todas sus acciones deberían responder al instinto de supervivencia que le ha permitido a la especie existir por miles de años, pero no es así: los cocodrilos a veces juegan con flores de brillantes colores, llevándolas de un lugar a otro sin motivo aparente.

Este descubrimiento es resultado de las tres mil horas de observación que el zoólogo Vladimir Dinets realizó al desarrollar su estudio Comportamiento de juego en crocodilios publicado en la revista Animal behavior and cognition (Comportamiento y cognición animal) en 2015. El académico emprendió su investigación luego de que le informaron que un cocodrilo parecía jugar con una pelota en un zoológico de Ohio, en Estados Unidos. Hasta entonces nadie se había dado a la tarea de estudiar formalmente los juegos en este grupo de reptiles (y tal vez en ningún otro).

Probablemente esto se deba a que es más difícil detectar una actividad placentera en un cocodrilo que en un animal cuyo comportamiento nos es más descifrable, como el de un perro que persigue una vara. Es evidente que el juego puede ser diametralmente distinto en una especie que en otra, por lo que es oportuno mencionar qué lo distingue de las demás actividades.

Los expertos proponen tres cualidades que pueden aplicarse al juego en cualquier especie. La primera de ellas es su inutilidad, es decir, no favorece ninguna necesidad biológica como la obtención de alimento, refugio u oportunidades de apareamiento. La segunda es que se trata de una acción voluntaria, por lo que no puede tener móviles como el estrés o la enfermedad. Finalmente, la actividad debe ser repetitiva. No necesariamente tiene que llevarse a cabo frecuentemente, pero sí varias veces a lo largo de la vida del animal.

El estudio exhaustivo de Dinets corrobora las tres condiciones mencionadas no sólo en lo referente a la manipulación de objetos por parte de los cocodrilos, sino también en los paseos que suelen dar por el agua uno encima de otro, lo cual resulta revelador considerando que no solemos apreciar a los reptiles como seres sociables.

Muchas otras acciones, realizadas prácticamente por todos los animales, poseen las características lúdicas mencionadas: los cuervos se deslizan en la nieve, los gusanos pasean en círculos, los zorros a veces corretean con mapaches, los pulpos disparan tinta a objetos llamativos y un sinfín de comportamientos que sólo pueden explicarse a través de la diversión.

Podría argumentarse que la función de supervivencia del juego recae en el hecho de que ayuda a las crías de cualquier especie a prepararse para la edad adulta. Es cierto que los cachorros de león juegan a cazar antes de hacerlo realmente, pero esto no explica por qué todos los animales parecen seguir jugando una vez pasada la juventud.

Esta incógnita no ha podido ser aclarada. Las investigaciones realizadas hasta el momento indican que no hay diferencia en las habilidades de un animal adulto que se divierte y uno que no. “Es sorprendente la cantidad de experimentos que han fracasado al intentar probar la utilidad del juego”, señala el biólogo Alex-Richter Boix en un artículo para El País, donde también sugiere que el juego podría no necesitar mayor explicación que la evocación del placer.

LA ECONOMÍA INVADE EL JUEGO

El antropólogo David Graeber también coincide con la visión de Boix. En su artículo Los animales se divierten, traducido al español y publicado en la revista Letras Libres en 2015, escribe: “Aunque muchos juegos son, por así decirlo, una escuela de comportamiento adecuado de los jóvenes para la vida adulta, hay otros que son (...) meras manifestaciones de un exceso de fuerzas, ‘la alegría de la vida’ y el deseo de comunicarse de algún modo con otros individuos de la misma especie o de otra”.

Para él, la verdadera pregunta no es por qué juegan los animales, sino: ¿por qué nos parecen tan misteriosas las acciones ejecutadas por puro placer?

Su respuesta está en la economía. En el momento en que se publicó El origen de las especies (1859), el liberalismo económico ya se había propagado como una alternativa prometedora. Incluso Charles Darwin tomó la expresión “la supervivencia del más apto” del sociólogo Herbert Spencer, quien originalmente atribuyó esta característica a los participantes del libre mercado. Lo más natural en ese momento fue comprender el reino animal a semejanza del liberalismo económico: como una competencia feroz en que la moneda de cambio era la energía.

Graeber explica que, desde entonces, el análisis científico del comportamiento animal suele partir del supuesto de que este actúa “conforme a los mismos cálculos de medios y fines que uno aplicaría a las transacciones económicas'', por lo que cualquier gasto de energía debe estar dirigido a algún objetivo, ya sea alimento, protección, reproducción o territorio.

Pero otro descubrimiento posterior que terminó de orillar al juego a un rincón sin importancia en el imaginario colectivo: los genes. Nuevamente la economía influiría en su comprensión.

En el libro El gen egoísta (1976), Richard Dawkins escribe: “Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes.” Probablemente el biólogo eligió este tipo de expresiones para que el lector casual se diera una mejor idea de cómo funciona la propagación del ADN, pero en general fue interpretado como si el único propósito en la naturaleza fuera la expansión ilimitada de genes. No se puede ignorar el paralelismo entre esta visión y la acumulación de capital.

En la nueva versión abiertamente capitalista de la evolución, en la que el impulso hacia la acumulación no tenía límites, la vida ya no era un fin en sí mismo, sino un mero instrumento para la propagación de secuencias de ADN; y así la misma existencia del juego se veía como una suerte de escándalo”, David Graeber.

Pero, antes de reducir el juego a un inconcebible desperdicio de energía, ¿qué papel se le daba en la sociedad?

EL JUEGO ESTÉTICO

El historiador Johan Huizinga, en su libro Homo Ludens (1938), analiza la importancia que el juego ha tenido en el desarrollo de la cultura.

Además de las características del juego ya mencionadas, propone otras más específicas para los seres humanos. Una de ellas es que “transcurre entre sus propios límites de tiempo y espacio de acuerdo a reglas acordadas y de una manera ordenada”. Jugar a las escondidas sólo es divertido si todos los participantes siguen las reglas, por ejemplo. De hecho, si alguien hace trampa suele despertar el desagrado de los demás, arriesgándose a ser excluido del grupo.

Otra es que “promueve la formación de grupos sociales que tienden a rodearse de secrecía y a puntualizar su diferencia del mundo común a través del disfraz u otros medios”. Un niño que juega a ser superhéroe con sus amigos, seguramente se resistirá a ser interrumpido para tener que explicar la historia conjunta que están creando, pues es algo que sólo le concierne a los jugadores. Esa exclusividad lo hace más emocionante.

Finalmente, “se ubica de forma consciente fuera de la vida ordinaria al ser no-serio”. Esto último no quiere decir que lo lúdico sea necesariamente cómico, sino que no posee la seriedad de las acciones ejecutadas en la vida ordinaria. Es decir, los niños que juegan a policías y ladrones saben que están inmersos en un mundo que no corresponde con la realidad cotidiana, pues en ella no son ni delincuentes ni oficiales. No es una persecución en serio.

Quizás esta cualidad de no-seriedad (junto con la de inutilidad) sea la responsable de que se considere al juego como una actividad inferior. Sin embargo, Huizinga aclara que el que sea no-serio implica que también tiene el potencial de alcanzar una superioridad a la que no puede aspirar la seriedad.

Y es que el juego, explica, posee cualidades estéticas. Cuando el ser humano juega, la belleza de su cuerpo en movimiento alcanza su cénit. Esto es claramente visible en la danza, en los deportes o en el equilibrio que un niño logra al andar en bici. Y si el juego no involucra un movimiento marcado, aún así cuenta con otros valores estéticos, como el ritmo o la armonía presentes en el ajedrez.

Más aún, el arte por sí mismo se manifiesta como un juego. El filósofo Hans-Georg Gadamer argumenta que un juego puede volverse contemplativo en el momento en que se levanta una cuarta pared que implica la presencia de un espectador. A este lo define como un ser pasivo, pasional y paciente que deja de estar ensimismado para dejarse llevar por la obra (como todo jugador se deja llevar por el juego), pues se reconoce en ella.

La contraparte del espectador es “el curioso”, aquel que se acerca a la obra de arte como una novedad que hay que atestiguar para estar en tendencia. Al curioso no le interesa reencontrarse con la obra porque, una vez hecho el contacto con ella, la considera parte del pasado y por lo tanto sería un desperdicio de tiempo volver a lo mismo.

Sin embargo, las obras de arte poseen una temporalidad comparable con lo festivo. Las fiestas suelen ser cíclicas. Por ejemplo, cada año se celebra la Navidad. Aunque cada diciembre se hagan las mismas actividades (cenar con la familia, intercambiar regalos, hacer un brindis, etcétera), es imposible que la festividad se viva de la misma manera, pues el paso del tiempo cambia la percepción de los participantes año con año. De la misma forma se repiten los juegos y de la misma forma puede repetirse la contemplación de una imagen, un libro, una película, un concierto o una puesta en escena. En cada ocasión la experiencia estética tiene variaciones para el espectador.

El espectador y el curioso guardan un paralelismo con los dos tipos de juego que Rafael Sánchez Ferlosio, ganador del Premio Cervantes, distingue: uno lúdico (que corresponde al juego infantil) y otro competitivo (que corresponde a los adolescentes). En la primera categoría, el juego es un fin en sí mismo. En la segunda, el objetivo es triunfar e imponerse sobre los demás.

Al niño no le importa repetir el mismo juego una y otra vez aunque conozca el resultado de este, pues lo que le interesa es el proceso, el cual siempre varía. En cambio, el adolescente busca la novedad, imponerse sobre los demás en la escala social y autoafirmarse a sí mismo. Podría decirse que actualmente vivimos en una sociedad adolescente en que cada quien está ensimismado con sus logros y su identidad.

Nietzsche decía que “antiguamente, todas las obras de arte eran expuestas en la gran vía festiva de la humanidad, como signos conmemorativos y como monumentos de momentos sublimes y dichosos”. Es decir, las obras de arte tenían valor de culto. Hoy las obras de mayor alcance tienen un valor en el mercado, e incluso terminan en cámaras acorazadas donde permanecen como una inversión financiera sin ningún espectador.

Sin embargo, el espíritu lúdico se conserva en el arte que se hace como un fin en sí mismo y que encuentra a espectadores que se dejan llevar por él, independientemente de los ingresos económicos que le genere al artista.

EL JUEGO Y LO SAGRADO

El juego, a pesar de ser no-serio, crea orden porque tiene reglas. De ahí su relación con la cultura, la cual es superior a una realidad ordinaria donde el ser humano se limita a sobrevivir. Sobrevivir, cabe mencionar, es cosa seria.

En contraste con el superviviente, el jugador (el homo ludens) siempre puede ser algo más allá de sí mismo. Un niño puede ser un superhéroe y un ajedrecista puede derrocar a un rey enemigo.

La cultura surgió cuando los seres humanos comenzaron a crear un mundo aparte del que les rodeaba, con su propio orden, como un juego. Que con el tiempo ese mundo se convirtiera en cosa seria es otra historia.

Uno de los primeros indicios del nacimiento de la cultura es cuando el lenguaje dejó de limitarse a nombrar las cosas de la naturaleza como un medio de supervivencia, y pasó a construir mitos. “Detrás de cada expresión abstracta hay una metáfora, y toda metáfora es un juego de palabras. Al otorgarle expresión a la vida, el hombre crea un segundo mundo poético paralelo al mundo natural.”, describe Huizinga. Es a través del juego que la sociedad expresa su interpretación de la vida y su entorno.

El historiador alemán destaca que en el idioma inglés la palabra play significa tanto juego como acto (teatral). Tomando en cuenta esta equivalencia de significados es más fácil comprender por qué los rituales sagrados no distan mucho del juego.

Los rituales ancestrales no eran más que la representación cíclica de un evento natural (lluvias, cosechas, etcétera) en un espacio delimitado, siguiendo reglas que no hubieran tenido sentido en la cotidianidad, como el uso de ciertas vestimentas o danzas. Esas reglas tampoco hubieran tenido sentido si se llevaran a cabo por un individuo aislado y no por toda una comunidad.

El juego en ese caso es una proyección de la consciencia que tiene el ser humano sobre la naturaleza. Toma esa consciencia, la procesa en su imaginación y la actúa en forma de cultura. En las civilizaciones antiguas, el rey imitaba al sol, las ciudades al firmamento, los chamanes a la naturaleza.

Al respecto, el etnógrafo Leo Frobenius menciona que “el hombre es presa de la revelación del destino”. La emoción del fenómeno de la vida y la naturaleza lo mueve, en un acto reflejo, a actuar (to play) ese sentimiento en un juego, cual si fuera poesía. Así como el artista actúa para los espectadores, los creyentes actúan ante los dioses y son capaces de comulgar con ellos al salirse de sí mismos y permanecer inmersos en el rito.

Platón lo deja claro en Las leyes: “Así es como tienen que vivir la vida todos, tanto hombres como mujeres, siguiendo este principio y jugando a los juegos más hermosos. [...] Para poder hacer que los dioses se nos vuelvan benignos hay que vivir jugando, haciendo sacrificios, cantando y bailando.”

Sin embargo, Huizinga concluye que a partir del siglo XVIII el juego ha disminuido conforme la sociedad se vuelve más compleja, con más regulaciones. “La civilización se ha vuelto más seria; asignando sólo un papel secundario al juego”.

Argumenta que incluso los juegos reconocidos como tal, como los deportes, han perdido su espíritu lúdico. Y esto es cierto incluso a nivel biológico.

LA BIOLOGÍA DEL JUEGO

El neurocientífico Jaak Pansepp destaca que todos los animales poseen gestos y poses de juego reconocibles entre todos los ejemplares de una misma especie, e incluso entre miembros de especies diferentes. Esto lo constatan varios avistamientos de perros que se inclinan sobre sus patas delanteras y alzan la cola frente a osos que, a su vez, agachan la cabeza en un gesto juguetón. Incluso en los juegos más rudos, los animales limitan su poder deliberadamente y hacen notar con sus posturas que no pretenden agredir ni aparearse, pues no tienen otra intención que el goce del juego.

Esos gestos y poses no se hacen ni se interpretan de forma consciente, sino que son instintivos en todos los animales, incluidos los seres humanos. Resulta interesante, entonces, que no se detecten posturas de juego en deportistas profesionales. Por el contrario, suelen estar alerta y mostrar un lenguaje corporal agresivo o a la defensiva.

Y es que un juego es la exploración del entorno o de uno mismo dentro de límites seguros. Esa seguridad lo hace placentero. Una competencia deportiva profesional no puede considerarse lúdica porque, si bien la vida no corre riesgo durante un partido de fútbol, sí hay mucho en juego. El futuro de un futbolista, y con ello su calidad de vida y la de su familia, depende de su rendimiento. La presión es apremiante y, como se había mencionado antes, un animal no es capaz de jugar bajo condiciones de estrés. Los deportistas se han convertido en productos que deben competir con su gremio para sobrevivir en el mercado.

Este tipo de competencia voraz es incompatible con la biología misma del juego. Las reacciones que este provoca se encuentran mayormente en la sustancia gris periacueductal, una parte primitiva del cerebro que libera opioides cada vez que el animal se involucra en una actividad lúdica.

Ese estado químico del sistema nervioso favorece el funcionamiento de la corteza prefrontal, la cual es la encargada de la resolución de problemas y las predicciones lógicas. Gracias a los opioides liberados por el juego, esta parte del cerebro es capaz de funcionar con mayor flexibilidad, permitiéndonos pensar en un mayor número de posibilidades ante determinadas situaciones.

Aproximarse a la vida en términos de mera obtención de metas, bajo la lógica de ir de un punto A a un punto B sin una exploración más amplia, limita la plasticidad de la corteza prefrontal y, dicho sea de paso, no estimula la tan placentera producción de opioides.

EL JUEGO Y EL TRABAJO

Byung-Chul Han también reflexiona sobre el papel del juego en la era actual del hipercapitalismo. El filósofo surcoreano asegura que lo lúdico se ha perdido en la sociedad del rendimiento en la que estamos inmersos.

El capitalismo se sostiene sobre una incesante y creciente producción. Esto no es nuevo. De hecho, ya era evidente desde la Revolución Industrial, pero existe una gran diferencia en la manera en que el individuo es partícipe de esa producción en la era contemporánea.

En la etapa anterior del capitalismo, la sociedad era disciplinaria. Michel Foucault, en su análisis Vigilar y castigar (1975), describe las técnicas con las que las instituciones sometían a las personas en espacios que iban desde la prisión hasta fábricas y escuelas. Las jerarquías, la arquitectura, las reglas y las sanciones se implementaban para mantener el orden y asegurar que todos los individuos cumplieran con su deber, convirtiéndolos así en sujetos de obediencia.

Actualmente, argumenta Han, el sistema hipercapitalista se mantiene gracias a una sociedad de rendimiento que no actúa por deber, sino por poder, por lo que es más rápida y productiva. El deber tiene un límite: hay que producir veinte publicaciones diarias para redes sociales. El poder no lo tiene: puedes producir tantas publicaciones diarias como lo permita tu creatividad, y siempre puedes ir más allá, pensando en nuevas estrategias para tener mayor alcance entre los cibernautas.

El sujeto de rendimiento no se permite no-poder, pues eso implicaría fracasar en una economía donde cada individuo es empresario de sí mismo y debe venderse como alguien sumamente capaz en el mercado capitalista. No es necesario que alguien externo lo obligue a cumplir con ciertas tareas, sino que lo hace voluntariamente para alcanzar el éxito. “El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad”, expresa Byun Chul Han.

Una de las formas en que se alimenta este falso sentimiento de libertad es mediante la tergiversación del juego. En una entrevista para El Mundo, el filósofo surcoreano advierte sobre la ludificación del trabajo, en que el deseo de jugar se pone al servicio de la productividad.

Basta con ver las oficinas de Google con sus espacios abiertos y coloridos, donde los empleados pueden jugar minigolf o recostarse sobre cojines gigantes mientras piensan en la próxima innovación que hará que la empresa se mantenga como el gigante tecnológico que es. Se trata de edificios agradables que invitan a quedarse. Según varios testimonios de exempleados, las oficinas están atiborradas de workaholics (adictos al trabajo) que pasan la mayor parte de su día en las instalaciones.

En el momento en que el juego es sometido a la producción, deja de ser juego, pues se le despoja de su naturaleza al otorgarle un propósito de supervivencia dentro del capitalismo.

Incluso en el tiempo libre el espíritu lúdico se ve mermado. Los períodos destinados a la recreación se han convertido en meras pausas para restaurar energía y seguir trabajando. De hecho, algo muy parecido ocurría durante los tiempos del esclavismo en Estados Unidos. Los amos dejaban que sus esclavos “jugaran” a ser libres cada domingo, e incluso los proveían de instrumentos musicales para que pudieran cantar y bailar, de modo que pudieran recuperar el ánimo para trabajar el resto de la semana.

Los esclavos, como siempre estaban bajo vigilancia, desarrollaban juegos de palabras para expresar su sentir respecto a sus opresores y respecto a las actividades que los blancos consideraban sacrílegas, como la seducción sexual.

Además, durante sus labores practicaban lo que se conoce como cantos de trabajo, una tradición proveniente de los campesinos africanos que cultivaban la tierra en beneficio de la comunidad. Como los esclavistas creían que esas melodías servían para aumentar el vigor con que los afrodescendientes hacían su trabajo, comenzaron a obligarlos a cantar. La consecuencia inmediata fue que los cantos se convirtieron en lamentos: adquirieron un tono oscuro con letras desesperanzadoras.

En nuestra época la conciencia sobre el trabajo como dueño del tiempo de vida parece ser mucho menor que la de los esclavos. Ellos estaban conscientes de que su tiempo “libre” era un simulacro. Hoy, los períodos de recreación se emplean en entretenimiento cutre, señala Han. Esos momentos se caracterizan por una desconexión mental que tiene muy poco que ver con experiencias realmente placenteras. Hay incluso quienes poseen niveles tan altos de estrés laboral que enferman ante la idea del ocio porque ya no es más que una “forma vacía del trabajo”.

Para Byung-Chul Han esto es indicador de que el tiempo laboral se ha vuelto absoluto. La contraparte sería el tiempo festivo, que “es un tiempo de ociosidad, que hace posible recrearse, (...) en el que la vida se refiere a sí misma, en lugar de someterse a un objetivo externo. Deberíamos liberar la vida de la presión del trabajo y de la necesidad de rendimiento. De lo contrario no merece la pena vivirla.”

Dar espacio al juego en nuestras vidas es recuperar la libertad que el trabajo y el consumo sacrifican en pos de la productividad y el lucro. Abandonarse a una acción sin mayor propósito que el gozo puede ser un acto más revolucionario de lo que imaginamos.

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