Tristes sombras
Nuestro mundo

Tristes sombras

Nuestro Mundo

Hace unos meses estuve en las Islas Marías impartiendo un taller literario. Entre las muchas historias que aún circulan por allá está la de José Luis Muñoz, alias “El Sapo”, criminal que asesinó al menos a 140 personas. Cuentan que, aún recluido, El Sapo cargaba un machete con el que segó la vida de muchos internos. Y cuentan también que lo que no pudieron los trabajos forzados lo pudo la amistad, pues se hizo amigo de un sacerdote que logró aplacar sus ansias asesinas. Aún hoy, los restos del sacerdote y del Sapo descansan en tumbas contiguas, un poco cubiertas de maleza, en el cementerio de la isla María Madre.

He recordado esta historia mientras leía Tristes sombras, tercer libro de relatos de Lola Ancira, pues en sus páginas he encontrado referencias directas no sólo a El Sapo, también a otros personajes de nuestra historia reciente como Goyo Cárdenas, “El Estrangulador de Tacuba” y Felícitas Sánchez, abortista clandestina apodada “La Trituradora de Angelitos”. Aparece también María Dolores Estevez, “Lola La Chata”, célebre a inicios del siglo XX por su habilidad para traficar marihuana, morfina y heroína.

El libro, publicado hace unos meses por la editorial Paraíso Perdido, incluye doce relatos que orbitan dos de los espacios más oscuros de nuestra historia: el extinto psiquiátrico de La Castañeda y la antigua prisión de Lecumberri. De este modo, Ancira combina una notable habilidad para investigar en archivos y bibliotecas con una no menos poderosa capacidad de fabulación.

De las Mil y una noches a Teresa Margolles, pasando por Francisco de Goya, la capacidad para encontrar belleza en las más sórdidas situaciones ha sido una constante en la historia de las artes. Y esa capacidad es uno de los aspectos más destacables en el trabajo de Lola Ancira. Pero hay que decir que en este libro las historias más duras no son las de criminales y alienados, sino las de los esfuerzos de médicos y policías por “reintegrar” a la sociedad a esos personajes. Me explico: es terrible que en la década de los treinta la enfermera Felícitas Sanchez haya practicado decenas de abortos clandestinos, pero a mi juicio resulta mucho peor que las restricciones legales y morales de la época forzaran a miles de mujeres a abortar en condiciones insalubres, o en su defecto a dar a luz a hijos que ni querían ni podían mantener. Es terrible que una mujer estableciera una red de tráfico de drogas, pero resulta aún peor que, al ser detenida, esa mujer confesara que actuaba protegida por autoridades de alto nivel, y que sus acusaciones fueran desestimadas porque provenían de una criminal.

Con una prosa de alto voltaje literario y sin afanes moralizantes, Tristes sombras nos recuerda lo obtusos que podemos ser cuando creemos estar en el lado correcto de la historia. Ejemplo de ello es Furor impius relato que transcurre a inicios del siglo XX y protagonizado por Consuelo, una muchacha que crece en un ambiente sofocante y represivo. Acostumbrada a bañarse en camisón, Consuelo mira el mundo de otro modo a partir de que descubre su propio cuerpo como fuente de placer. Pero en su entorno el placer se castiga, y Consuelo termina ingresada en La Castañeda por “insumisa, blasfema y exaltada”. El diagnóstico es una muestra del pensamiento de la época: furor uterino con un carácter marcadamente erótico, insumisión, rebeldía y algo de ateísmo”.

El hilo que conecta los relatos es el debate entre quienes consideran la locura como un mal irremediable, quizá con raíces genéticas, frente a quienes consideran los trastornos como un mal momentáneo que afecta la razón en forma pasajera. Ocurre lo mismo con quienes hacen del crimen su objeto de estudio: vemos al célebre Doctor Quiroz Cuarón refutar, por ejemplo, las hipótesis lombrosianas que sostenían que tener ciertas características físicas volvían a las personas más proclives al crimen.

Leyendo Tristes sombras uno no puede sino preguntarse cuántas de las certezas que hoy defendemos serán en el futuro episodios vergonzantes que ocultaremos para no reconocer nuestra propia intolerancia.

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