La soledad de un Steinway de 1908 es invadida por murmullos. Sobre su madera cae la luz. El piano no está en sus mejores condiciones, pero su reciente afinación pretende que esta noche dé lo mejor de sí. Se da la tercera llamada en el Teatro Nazas. El aplauso del público rompe el silencio.
Hace 26 años un joven pianista llegó a México para tocar con la Ópera de Cuba. Decidió quedarse y no regresar a la isla, hacer carrera y darle a su familia la vida que hasta entonces no había tenido. Ángel Rodríguez se responsabilizó de sus decisiones y confió en sí mismo; el maestro Enrique Jaso apostó por su talento. En 2004 conoció al tenor Javier Camarena, seis años después ambos ofrecieron su primer concierto en el Palacio de Bellas Artes. Desde entonces esa amistad recorre el mundo y hoy visita La Laguna para inaugurar los festejos por el centenario de El Siglo de Torreón.
Para el cubano salir a escenario es entrar en un campo de batalla. Allí se enfrenta al teatro y su cuarta pared: el público, ese monstruo que toma el papel de juez y decide si la carrera de un artista sube otro escalón o sucumbe al abucheo. Ángel asegura que un artista miente cuando dice que la mayoría de las veces sale feliz al escenario, pero la velada del 11 de septiembre compuso sonrisas en su rostro.
“Son de las pocas veces que salí radiante, feliz, con ganas de estar y de jalar la locomotora, la energía de la música, la energía de las notas. ¿Sabes? Son vagones pesados... son vagones bastante pesados; el arte se sienta y está esperando a que tú lo jales. Si tú no te vuelves una locomotora estás en problemas”.
Ángel Rodríguez y sus 33 años de carrera bajan por el elevador del hotel, sobrevivió a otro concierto. En el restaurante habita otro piano, niños a su alrededor. Es domingo. El pianista huye del bullicio y se refugia en una mesa a espaldas del bar. En su cabeza aún resuenan las notas de la noche anterior: Gounod, Lalo, Donizetti, Verdi, Bellini, todos continúan hablándole. “Es una cosa que no se termina nunca, por eso te hablaba de que es una prisión”.
Las frases reconstruyen su infancia. En medio de la pobreza, su madre ahorró para comprarle un piano vertical. Éste se instaló en una humilde residencia de La Habana y Ángel actuó ante su familia, el primer público. Pero más allá del instrumento creado por Bartolomeo Cristofori, el concertista tiene a la voz como el máximo vehículo del arte; la música es una prisión de la cual escapa al leer la poesía de César Vallejo.
“Yo creo que me voy a dedicar a escribir, me gusta mucho. Es algo con lo que puedo sentir muchos alivios y tiene una libertad que no he encontrado en la música”.
Respecto a tu primer encuentro con el piano, ¿qué sentiste y qué reconoció en ti el instrumento?
Yo siempre pienso que el piano me encontró. Definitivamente es un instrumento que tiene muchos años desde que se inventó y es el instrumento rey. Obviamente para un niño todas estas cosas llaman la atención, son como un juguete. El piano me atrajo, me sedujo, me encontró, me invitó a vivirlo, a experimentarlo, a jugarlo. Desde que podía presionar las teclas y entender que a través de él podía dibujar las emociones cotidianas de la vida, en este caso como un niño, fue una diversión mucho más bonita. Ya no sólo era un juguete que podías dejar tirado, puesto que el piano en sí ya es una escenografía, una pared o un cuadro. Él en sí ya tenía vida, ya era una obra de arte. El que quedaba como un juguete tirado era uno, porque eso es lo que sucede: es un instrumento tan poderoso, un vehículo tan maravilloso, tan perfecto que puedes transmitir con él todas las emociones posibles y después tú eres el que queda despojado de todo. El piano siempre va a seguir siendo el piano. ¿Sí me entiendes? Una arquitectura fantástica, llena de historia, de vida que se erige por sí sola.
El periodista español Jesús Ruiz Mantilla escribió que la invención del piano fue similar a lo que hoy es Internet en las comunicaciones: No una revolución, la revolución. ¿Cómo sentirla?
Sí era importante, pero el piano se volvió un instrumento de presión. Sin embargo, lo que yo considero música en sí, el arte en sí, lo más sublime, lo más alto, siempre ha sido la voz. La voz es la que transforma todo, es la que dicta las pautas, es la reina de las reinas. Y para mí eso siempre fue esencial, porque mi abuela siempre me cantaba muchas canciones mexicanas que en Cuba se creían como cubanas, así como hay muchas canciones cubanas que en México se creen de aquí (esa es la maravilla que tienen estos dos países hermanos). Yo aprendí el piano, puedo decir que un 70 por ciento autodidacta; esto fue a través de la voz, de los cantos de mi abuela; ella me cantaba las canciones y yo las sacaba. He entendido que la voz es el instrumento primigenio, el más importante del arte, de la música, de la humanidad; no sólo un vehículo para cantar, sino también para hablar, para expresar, para comunicar. Y sí, el piano es muy importante, es el instrumento más difícil junto con el violín, pero vamos, creo que si hay un instrumento que da las pautas de la emoción, las más importantes, las que dictaminan todo el centro musical y espiritual de un ser humano, es la voz.
Precisamente, sobre el tema de la voz, tu papá te llevó a ver La Tosca de Puccini cuando eras un adolescente. ¿Recuerdas ese día en tu primer acercamiento a la ópera?
Sí, a los 14 años me llevó mi papá a la ópera y, bueno, ¿qué te puedo decir? Es todo ese conjunto de especialidades, porque la ópera es un género, sí, es verdad, pero son muchas carreras al mismo tiempo. Un cantante de ópera tiene que ser experto en su técnica vocal, en idiomas, en cómo vestirse, en cómo arreglarse, en cómo maquillarse y además ser un actor, esa es otra carrera. Si te pones a ver es algo realmente maravilloso. Todo eso me atrapó porque dije: “¡Bueno! Entonces este es el mundo de la vida real. Aquí es donde ocurren todas las batallas campales de afuera pero concentradas en un escenario”. A partir de ese momento me convertí. Mi papá compraba esa silla donde yo me sentaba, que era prácticamente la primera pegada al director de orquesta y para mí era maravilloso porque podía vivir la ópera en varias dimensiones: la vivía como espectador, como actor, como músico. Era como ver una película. Me acuerdo que una señora que siempre se sentaba al lado izquierdo, que iba también a todas las producciones, me decía: “Yo creo que tú sufres mucho cuando ves la ópera. Si sigues así no la pasarías muy bien”. Me quedó como algo importante porque sí, es verdad, yo vivía con una intensidad extraordinaria todo ese trabajo. Pero a mí me quedó como una tarea. Yo dije: “Ok, está bien. Tengo que vivir con esa intensidad, pero también tengo que aprender a separar y a tener también mi propia visión, mi propia manera de entender la vida a partir de la ópera”. Me enamoró, absolutamente. Yo dije: “Esto es lo que quiero hacer, a esto me quiero dedicar”. Entonces es señalar que de alguna manera siento que, si de verdad existen las vidas pasadas, tuve que haber sido cantante.
La Tosca es bélica por su temática napoleónica y tú hiciste el servicio militar en tu país. ¿Desarrollaste un concepto de la libertad en esa atmósfera?
La formación de Cuba era como los rusos: desde niño. Desde ahí entiendes que ya estás en una prisión. Todos piensan que la música y el arte es la gran vida, la vida loca, y no; de verdad es una prisión. Sí que lo es porque, para empezar tienes que aceptar que eres un misionero y un misionero no está en la calle nomás viviendo una vida común. No somos una vida común, somos como presos: aceptamos lo que nos corresponde, con trabajo, preparación constante y cumpliendo hasta con trabajo forzado. Son muchas horas detrás del instrumento, de reflexión, de soledad. Si eso es libertad ¿qué será la verdadera cárcel? Esto en un sentido simbólico, porque de alguna manera hay una recompensa muy grande, que no es cuando terminan tus años de cárcel. No, es cuando te paras en un escenario, no importa a qué edad ni en qué momento, porque ser artista es desde el primer día. No es como un científico, que hasta que no prueba que ha descubierto algo se le llama científico. No, un artista es artista desde el primer día, desde que decide empeñar su vida en esta profesión. Esto trae otra dificultad, porque entonces todos seríamos artistas, sin necesidad de un título. Y de hecho, ser artista se demuestra en el escenario, no en un salón de clases. Ahí está la recompensa, porque dices: “Todo este esfuerzo y todo esto lo vale por un aplauso, lo vale por un reconocimiento”. Eso es cuando empiezas, los primeros años, luego hay un momento donde empiezas a decir que hay otra recompensa: aliviar todo el peso de tu vida, todo el peso de tu soledad, de tu trabajo, de tu persistencia, de tu voluntad, de tu empeño, del hambre también. Y es cuando dices: “Estoy en paz, porque he sanado estos dolores”, o también las alegrías, porque las alegrías también se sanan. A veces nos equivocamos mucho y pensamos que lo más alto es la felicidad y resulta que no, porque la felicidad no tiene límites, como el amor, entonces también podemos sanar eso a través del escenario. Es una maravilla y además de todo, no necesitas tener un título ni terminar una carrera. Entonces, bueno, sí, aprendí que es una misión y lo acepté, acepté los retos como un guerrero, como un militar. Esto es lo que me toca y a la distancia voy a mirar los resultados sobre mi espíritu, sobre mi ser, sobre mi integridad como ser humano y como artista. Así fue.
¿Nunca se está solo si se está bien con uno mismo?
Bueno, si se está solo no siempre se está bien con uno mismo. De hecho con el que peor se está es con uno, esa es la realidad, porque de alguna manera el cuerpo también es una prisión, ¿estás de acuerdo? Lo que te habla no es mi cuerpo en sí, es algo que está dentro de él, ¿ves? Entonces no siempre se está con uno mismo. Creo que en mi caso particular para eso me ha servido el arte, para aceptarme en esa circunstancia, en ese momento. Me acepto sano, me reconstruyo (porque siento que no soy el mismo que ayer) y eso es una maravilla, porque también me hace ser muchas personas.
Llegas a México a mediados de los noventa, decides quedarte y tienes a Enrique Jaso como uno de tus primeros mentores...
El más grande.
¿Cómo fue la experiencia de su encuentro?
El maestro Jaso fue mi padre, en el sentido amplio de la palabra. Fue lo mejor que encontré. Él nunca dudó de mis capacidades, de mi talento, porque ¿sabes?, en todas las transiciones de la vida siempre te vas a encontrar murallas, frenos, personas que te van a decir: “No puedes, dedícate a otra cosa”. Pero el maestro Jaso siempre me dijo: “Flaquito, personas como tú nacen cada cien años”. Aunque desde niño mamá me enseñó el valor de la humildad y entender que nadie es superior a nadie. Por eso no lo tomé con tal seriedad de “bueno, no hay nadie de como yo en cien años”. No era real, pero esa era una manera del maestro de darme empuje para aceptar que yo tenía un talento especial y la obligación de desarrollarlo. Así lo acepté. Y desde ese punto de vista fue maravilloso, porque no me creí mejor que nadie. De hecho, ni me considero pianista. Me considero un ser humano que ofrece, que tiene la oportunidad de ser contratado para pararse allá arriba y hablar de emociones a través del piano y del cuerpo (porque no sólo expreso con sonidos, también con mi cuerpo). Es una oportunidad grandiosa y eso me deja en una posición cada vez más indefendible, porque cuando te subes allá arriba no hay máscaras; eres lo que eres y sabes lo que es. Cada vez te vas volviendo más chiquito. Llega un momento donde dices: “Bueno, ¿soy yo? ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? Esa es la maravilla de alcanzar un nivel profesional, de poder decir: “Tengo algo especial que puedo comunicar, un talento que puedo desarrollar como todos los seres humanos. Me han dado esta misión, pero sigo siendo una persona, no mejor que nadie. Siempre un pequeño soldado que aprende, que aprende y que aprende”.
Decidiste quedarte en México porque de un paisaje en blanco y negro pasaste a ver un plano a color. Además trabajaste muy duro durante seis años para sacar a tu familia de Cuba. ¿Cómo fue ese proceso?
Para empezar, Cuba me prohibió regresar durante seis años. Fui castigado por abandonar el trabajo. Incluso, cada mes tenía que pagar una especie de abono para que a los seis años ellos me permitieran volver a entrar. Lo hice y mientras tanto junté la mayor cantidad de dinero posible, porque los papeles, los trámites y todo eso es muy costoso, verdaderamente difícil. Lo logré, lo logré porque ese era mi súper objetivo. Yo no llegué con el concepto de quedarme en México. Para mí México es como de la sombra a la luz, es como haber entrado al paraíso de repente y decir: “¡Existe otro mundo! ¡Ah, bueno! ¡Este es el mundo!”. Todo eso en un segundo y ahí tomé la decisión, dije: “Bueno, si este es el mundo y me han abierto las puertas (porque yo no las tuve que empujar, se abrieron solas), entonces yo pertenezco también aquí… si es así y aquí puedo cultivar la tierra (algo que no podía hacer en Cuba), yo creo que aquí me tengo que quedar”. Decidir fue instantáneo.
Si el escenario es un lugar de distracciones, ¿cuáles son las principales?
La principal distracción es el público. El público es poderoso, es como un ruedo para un torero o lo que para un gladiador es salir a un campo de lucha. El público tiene una energía poderosa. Es una distracción: cada uno viene con historias personales muy poderosas, con prejuicios, cada uno tiene un concepto distinto de lo que quiere o qué se debe de sentir, cada uno es una cuarta pared, cada uno... son muchas paredes, eso es una distracción fuerte. Hay que tener una entereza, una decisión tremenda. Por otro lado, los teatros también tienen su energía, tienen su poder. Hay teatros en los que no eres bienvenido. ¿Sí? El teatro como tal, la estructura como tal. Entras y sientes una presión sobre tu cuerpo, sobre tu ser, entonces lo único que haces es elevar una plegaria a Dios, al cielo y decir: “Dame paz, dame paz para poder entender y aceptar lo que yo no puedo dominar, porque son energías de cada lugar y de cada persona. Le corresponden a ellos, no me hagas tomarlas a mí. Dame paz solamente para aceptarlas y cumplir con la misión”. Lo demás es lo que puede pasar, incluso accidentes. Estás entrando una zona de riesgo, se te puede caer una lámpara encima. Ha pasado, ha sucedido, a mí no pero ha pasado.
Has ayudado a cantantes para mejorar su técnica vocal. ¿Qué tanta relación hay entre desarrollar la voz en el arte y la voz interior del ser humano?
Es un proceso. El canto lo estudias, puedes estudiar años y tener al mejor maestro, pero definitivamente, hasta que no se despierte esa voz interior no vas a entender nada. Y eso es un milagro. Es verdad, vemos a muchas personas que abren la boca y ya cantan, pero eso no es arte, porque el arte ocurre cuando lo perfeccionas, cuando lo elevas a un nivel donde no lo puedes explicar. Pero, tu puedes prepararte y enseñar, puedes prepararte y enseñarte, y no es una metodología, aparece de pronto, aparece dentro de ti y dices: “¡Ah! ¡Es por aquí! ¡Es por ahí! ¡Ahí está! ¡Ahí está el punto”. Strauss decía: “Es encontrar el hueco de la voz”, el hueco donde se cimbra el núcleo, la vibración, el sonido, la masa sonora de tu voz. Yo no voy a decirte que enseño técnica, yo enseño un sistema, un sistema que es prueba-error (que también lo empleo en mí), donde les ayudo a que ellos descubran o encuentren el propio pistón de su instrumento o de su arte. Es maravilloso porque nunca se termina de aprender, es increíble.
Alguna vez te preguntaron qué música estabas escuchando y respondiste que ninguna, que preferías el silencio. El silencio también es tema de debate, algunos compositores consideraran que siempre ronda algún sonido. ¿Cuando te pausas de la música qué escuchas en él?
Es una cosa que no se termina nunca, por eso te hablaba de que es una prisión, porque incluso cuando no estás escuchando música, se ha estado estudiando por mucho rato la melodía; se te queda en la musculatura y en el cerebro. Entonces está constantemente tarareándose, incluso aunque no lo hagas de manera física con tu aparato vocal se está tarareando constantemente en el cerebro. De verdad no hay un silencio absoluto, aunque dicen que si se cae un árbol en medio de un bosque y no hay un ser humano que lo escuche, entonces es un silencio absoluto y no existe ese sonido porque depende de la audición. En fin, es un tema de científicos, pero de verdad que no hay descanso en esta profesión, ¡no hay un descanso, no existe! Yo no puedo escuchar una canción popular si no la estoy procesando matemáticamente. ¿Tú le puedes llamar arte a eso? Yo pienso que tú sí escuchas como un artista, yo no. Yo escucho como científico. Entonces es terrible ¿no? Porque tú lo disfrutas y yo no.
¿Sigues con remanentes del programa de ayer en tu cabeza?
Sí, sí los tengo, muchas veces, muchas cosas que quisiera corregir, pero ya no se puede. Como el pasado no se puede más que aceptarlo y reconstruirte.
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