El USS Baltimore (crucero de la Armada de los Estados Unidos) estacionó en las costas de Valparaíso en Chile, el 16 de octubre de 1891, al mando del capitán marinero y héroe estadounidense por la emblemática batalla de Santiago de Cuba contra España, Winfield Scott Schley. Fue bajo su permiso que 117 hombres uniformados bajaron de la embarcación a una tierra chilena enemistada con el gobierno estadounidense y su extensión omnipotente: el Tío Sam, representado por el presidente en turno, Benjamín Harrison.
Enervados por el alcohol y seguramente por una ampulosidad reforzada con entrenamiento patriótico, atendieron sus ansias de guerra en el True Blue, un bar porteño frecuentado por obreros locales. La versión de los hechos, relatada por el embajador estadounidense Patrick Egan, suscitó convenientes exigencias de disculpa por parte del país primermundista.
Patrick declaró internacionalmente que, en el True Blue, un comensal chileno que también era soldado escupiría a uno de los marinos extranjeros, con lo cual se armaría la trifulca neandertal entre golpes, palos y piedras, dejando dos marineros estadounidenses muertos, 48 detenidos y 17 heridos de gravedad.
Para la policía chilena, los hechos sucedieron así: ya embriagados, los soldados hicieron uso del barullo para herir al orgullo chileno encarnado en la foto del militar Agustín Arturo Prat Chacón, colgada en uno de los muros de la taberna; los entonces invasores habrían escupido al héroe chileno, muerto en combate en la todavía fresca Guerra del Pacífico.
El caso es que alguien escupió a alguien y otro soltó el primer puñetazo. Estados Unidos tomaría esa bar fight como excusa para declarar la guerra a Chile e inaugurar uno de los primeros intentos de control en un país latinoamericano.
José Manuel Balmaceda, entonces presidente chileno, era el lado gubernamental apoyado por la administración Harrison en la Guerra Civil Chilena, donde la antítesis parlamentaria terminó victoriosa.
Aquel crucero USS Baltimore fue mandado, sin permiso de Chile, a las costas latinoamericanas para cuidar los intereses políticos y económicos de Estados Unidos y, si sucediera, ofrecer una vía de escape a los chilenos balmacedistas.
Finalmente no hubo guerra. Luego de dramas internacionales, la cesión de Chile frente al vulgar incidente consistió en una disculpa, una condena de tres marineros locales y el pago de 75 mil dólares por indemnización a las familias de los extranjeros muertos.
Llamado Caso Baltimore, este hecho representa uno de los primeros encuentros “convenientes” de Latinoamérica con un Estados Unidos todavía débil en comparación con el país todopoderoso que surgiría en los noventa.
Quizá hasta sería con los hechos de Valparaíso, cuando un foco caricaturesco se prendiera sobre la mollera del omnisciente Tío Sam, y entonces vertiera ingeniosa la idea de crear enemistades al sur de su continente para continuar con el imperialismo estadounidense.
En esta ocasión, EUA quiso lucir su poder político sobre un orbe caliente que ya cocinaba la Primera Guerra Mundial para dentro de dos décadas; evento en el que finalmente tomó sólidas riendas económicas, y con mucho más poder creó presuntas atrocidades dentro de países compañeros del continente, usando uno de sus brazos más largos: la Agencia Central de Inteligencia (CIA), supuesta patrocinadora de la larga lista de dictaduras emergidas en los países al centro y al sur de América.
ARGENTINA Y LA DEUDA
Esta es la historia del año en que Argentina se convirtió en el país más endeudado de todos los tiempos; no por veces en que haya caído en crisis (esa es España, según BBC) sino por el grueso déficit que debió al Fondo Monetario Internacional (FMI) en 2001, a consecuencia de las circunstancias organizadas por el gobierno estadounidense para que la entonces presidenta de Argentina, Isabel Perón, fuera derrocada de su puesto mediante una Junta Militar comandada por el almirante Emilio E. Masséra y respaldada por el brigadier Orlando Ramón Agosti y el general Jorge Rafael Videla.
Muerto Juan Domingo Perón, expresidente de Argentina, se abrió para Estados Unidos la oportunidad de manejar un país de economía débil. El Fondo Monetario Internacional, como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) o la Organización de los Estados Americanos (OEA), eran controlados por el dedo índice del Tío Sam en la década de los setenta. Éste decidió que el nuevo liberalismo comercial, empoderado por economistas de primer mundo como Milton Friedman o Robert Lucas, era la manera de traer “progreso” a las entidades cuyo industrialismo no se había desarrollado.
Así que bajo la bandera de la abusona laissez faire, laissez passer (dejen hacer, dejen pasar), el Fondo Monetario endeudó de manera brutal a Argentina con sus propias condiciones neoliberales aceptadas por la golpista Junta Militar; el país tomaría 260 millones de dólares, un préstamo pre inflacionario récord en toda la historia latinoamericana, mismo que batiría luego una docena de años después al deber 95 mil millones de dólares.
Entonces el ministro de economía argentino de aquellos años, José Alfredo Martínez de la Hoz, impuso el neoliberalismo norteamericano en tierras argentinas y, con la idea de pagar las deudas nacionales, se arrancó en plena dictadura militar el llamado Proceso de Reorganización Nacional, que no era más que la creación de un plan agro-industrial que permitiera al país suplir el trabajo del sector primario (agricultura) por el sector secundario (industria), mediante el control de la oligarquía rural.
Para este plan era importante considerar a las empresas multinacionales, quienes aparentemente presumirían un beneficio para Argentina. Éstas decisiones convirtieron al país en un infierno socio-político-financiero.
En 1977, el tal Martínez de la Hoz acomodó una nueva reforma financiera que abolió el control de las tasas de interés y quitó muchos reguladores de crédito e inversión en la iniciativa privada. Le llamaron la “patria financiera” y fue apoyada por la élite argentina y, por supuesto, el Fondo Monetario Internacional.
Expertos hablan de que hubo 28 billones de dólares en fuga de capital. Se dice, por ejemplo, que durante una pausa de negociaciones con el FMI, 10 billones de dólares se desvanecieron de las cuentas públicas aún con 40 billones en la deuda.
El esquema neoliberal trajo consigo hartas redes de corrupción que fueron ignoradas deliberadamente por el FMI y otras instituciones financieras, cuya intención apuntaba hacia la generación de más deudas públicas en los países latinoamericanos para que Estados Unidos pudiera apropiarse de capital petrolero y darse altivez en el mercado mundial.
Antes de que la democracia volviera a Argentina, ya en los ochenta, el entonces presidente del Banco Central, Domingo Cavallo, decidió una reforma financiera que convirtió, en tan sólo seis meses, 40 por ciento de la deuda de los sectores privados en deuda pública.
Por lo antes mencionado, aunque llegara democráticamente Raúl Ricardo Alfonsín a la silla ejecutiva nacional en Buenos Aires, el mal ya estaba hecho. La dictadura patrocinada por el Tío Sam demolió la economía argentina bajo las promesas del fracasado neoliberalismo: Alfonsín lidiaba con una alta tasa de desempleo, una obesa deuda y la sombra de una hiperinflación para los países de tercer mundo; además de la lacerante observancia del FMI, quien nunca permitió un acuerdo que no fuera ortodoxo: apegado a las creencias del nuevo liberalismo.
Es así como para 2001, una pasarela de mandatarios intentó apaciguar al caballo desbocado, pero ninguno lo logró, y la economía argentina se voló la barda con más de 144 mil millones de dólares de deuda externa. Llegó el default, el país no pudo pagar tal cantidad y arrancó la crisis.
EVO Y EL TÍO SAM
El 9 de junio de 2008, un grupo de protestantes de El Alto, Bolivia, fueron hasta La Paz para manifestarse en la embajada de Estados Unidos. No podían concebir que el presunto genocida y exministro de la Defensa, Carlos Sánchez Berzaín, hubiera recibido asilo político en las tierras norteamericanas luego de que entre 2002 y 2003 promoviera el asesinato de 60 personas en las revueltas contra el gobierno de Gonzalo Sánchez Lozada.
Las acciones indirectas del gobierno estadounidense ya venían generando problemas en la nación que recién había puesto a Evo Morales al volante, por eso es que el mandatario andino viajó al norte de México para dialogar con una administración bushista.
“Yo no creo en el sistema capitalista”, dijo Evo Morales frente a Thomas Alfred Shannon, secretario asistente del Estado en los asuntos del hemisferio occidental; eran las cinco de la mañana del 23 de julio de 2008. Evo estaba seguro de que el gobierno estadounidense operaba contra su administración en Bolivia.
Thomas trabajó en 2018 con Donald Trump, debajo del secretario de estado para asuntos políticos, aunque 10 años atrás miraba a Evo Morales desde sus ojos azules, bajo una cabellera canosa. Buscaba retomar relaciones públicas con el gobierno de Bolivia, el cual desde 2006 decidió emanciparse del formato económico neoliberal. Thomas Alfred Shannon sabía que Evo todavía estaba resentido por la fama que Estados Unidos le encintó en la espalda como narcotraficante desde los años noventa, cuando Morales tomó fuerza política.
“Me han llamado el Bin Laden andino”, dijo el presidente de Bolivia; así le había apodado el entonces embajador estadounidense en América Latina, Manuel Rocha. También reclamó lo que se ha evidenciado sobre las apuestas hechas por Estados Unidos a favor del partido Podemos, oposición ultraderechista en contra del MAS (Movimiento al Socialismo) y Evo Morales: “Empleados bolivianos del Departamento de Asuntos Internacionales de Estados Unidos van puerta por puerta en el norte de Potosí diciéndole a la gente que si se deshacen de Evo la economía va a mejorar”.
“Actualmente hay una conspiración dirigida por el embajador de EUA en contra de mi seguridad, contra mi gobierno”.
En la reunión estaban también el subsecretario adjunto Danny McGlynn, un oficial de embajada y el embajador estadounidense; también, del lado boliviano: David Choquehuanca, ministro de exteriores; el ministro de gobierno, Alfredo Rada; el portavoz presidencial Iván Canelas y el embajador en Estados Unidos, Gustavo Guzmán.
Thomas Alfred negó que su gobierno estuviera conspirando contra Evo o Bolivia, sonrió, y dijo que más bien estaban comprometidos con la democracia de Latinoamérica. Aclararía que no tenía ningún interés en recibir a Morales, pero allí estaban, con el intento de trabajar con su administración. Luego, el que más tarde sería el tercer hombre más influyente del departamento de Estado del Tío Sam, incluyó que cuando Evo ganó el poder, George Bush Jr. le echó un telefonazo atiborrado de felicitaciones en inglés. Entonces amagó con que, además, su poderoso gobierno hubo modificado sus tácticas antinarcóticos para trabajar con Bolivia. Y, finalmente, sostuvo que habían trabajado con bancos multilaterales de desarrollo para condonar un billón en préstamos que debía Bolivia: “No tenemos interés en crear conflictos o caos político en Bolivia”, se negó la conspiración.
Al estilo imperialista del “te ayudo como yo quiero ayudarte y no como tú quieres que te ayude”, el soldado burocrático del Tío Sam concesionó con la cabeza, mientras el presidente con piel y rostro indígena le pedía que entonces apoyara al programa Bolivia Cambia, Evo Cumple mediante la Agencia de Desarrollo Internacional, o que dieran una extensión de cinco años a las Preferencias Arancelarias Andinas y un trato de comercio a largo plazo justo y benéfico.
“Sólo dígame la verdad”, impuso Evo Morales. El presidente de ascendencia aymara había servido sobre la mesa el tema de la MCC (Millennium Challenge Corporation), una supuesta agencia independiente de ayuda extranjera estadounidense, la cual había congelado los recursos para las obras carreteriles que estaban por construir.
“Queremos que se restablezca la confianza. Queremos que la cooperación americana sea estrictamente económica y que sea haga parte del programa Bolivia Cambia, Evo Cumple”, colaboró así Choquehuanca, ministro de exteriores, a la conversación.
La relación entre el país andino y el país construido sobre masacres indígenas nunca floreció. 11 años después, un Tío Sam de piel naranja encontraría la coyuntura para finalmente cosechar el dineral invertido en la oposición neoliberal de Bolivia utilizando una oportuna Organización de los Estados Americanos para justificar un golpe militar.
En 2008, Thomas Alfred Shannon usó de guante blanco el “estudiaremos la agenda propuesta por el gobierno de Bolivia y nuestros propios puntos”, luego extendió la mano para sellar una reunión, por donde se vea, inútil.
Evo finalmente apuntaría a los presentes un consejo dado por su amigo el presidente Lula Da Silva: “Ten mucha paciencia. Si me dices que separemos las conspiraciones, entonces eso haremos. No romperemos relaciones. Continuaremos aguantando esas cosas.”, además concluyó: “Me arrepiento de lo que mis hermanos y hermanas de El Alto hicieron en la embajada y reconozco que mi país necesita a Estados Unidos”.
BRASIL: LA TORTURA DEL DICTADOR
En 1969, una joven brasileña, a la que apodarían en la cárcel “la Juana de Arco de la Subversión”, montaría una operación para allanar el departamento del entonces gobernador de Sao Paulo, Adhemar de Barros. El atraco extrajo 2.5 millones de dólares del político; le llamaron al hecho “El robo de la caja fuerte de Adhemar”. Esta mujer, de nombre Dilma Rousseff, también ejecutó tres robos de bancos y creó la nombrada Vanguardia Armada Revolucionaria de Palmares. Un año más tarde, la tomaron presa por más de seis lustros. Dicen que resistió 22 días seguidos de tortura brutal con electrochoques.
En años recientes, Dilma Rousseff se conoció como la jefa del estado mayor del gobierno de Lula Da Silva y luego como presidenta de Brasil en 2011. Después, Dilma y Lula fueron acusados y condenados por malversación de recursos públicos, cargos que curiosamente dejaron a sus contrapartes conservadoras en el poder presidencial.
Sí, Dilma fue la Juana de Arco de la Subversión, pero probablemente no sólo recibió electrochoques. Según documentos desclasificados del gobierno de Estados Unidos, debió ser secuestrada por policías disfrazados de civiles que le encapucharon la cabeza y la sometieron en el asiento trasero de la patrulla en absoluto silencio.
Ya en algún paradero la desnudaron y la metieron en una celda oscura, fresca por varias horas. Dentro de las celdas sonarían gritos, sirenas y pitidos a todo volumen desde unas bocinas.
Después, el protocolo de interrogación anticomunista desarrollado por las agencias estadounidenses comenzó por voz de un agente, tal vez más, quien dijo abiertamente el crimen por el que había sido recogida y las medidas que tomarían si no quisiera cooperar con ellos.
A partir de ahí, Dilma debió resistirse a filtrar información. Los agentes creyeron que no había dicho todo lo que sabía. Por eso fue sometida a dolorosos procedimientos físicos y mentales que al fin desangraron una confesión, por lo menos, satisfactoria.
Tras continuar en resistencia, la economista y política fue puesta desnuda en un cuarto pequeño y sin luz, sobre un piso de metal por el cual comenzó a recibir corrientes eléctricas, leves pero constantes, cuyo efecto eventualmente destruiría las capas bizarras de su receptora.
La ideología de Dilma la condenó a vivir, en tres días, todo tipo de actividades inhumanas, sin acceso a comida, agua o comunicación alguna. Entonces, para cualquiera, la voluntad o la vida se quebrarían.
Fue en 2014 que los archivos ultra secretos del gobierno de Estados Unidos salieron al sol a petición de instancias internacionales. Entre ellos, el manual más detallado sobre cómo intimidar y aterrorizar mediante tortura a militantes de la izquierda (comunistas para entonces).
El terrorífico protocolo fue gestado por la Agencia Central de Inteligencia, como solución a la paranoia norteamericana frente al comunismo, luego de los fracasos en territorio castrista. Lo sucedido en Cuba conminó a EUA y se planearon medidas extremas para prevenir más brotes anticapitalistas.
Por ello es que el Tío Sam construyó un documento protocolario “sofisticado y elaborado de coacción psicofísica sistemática” que se estrenaría en el contexto de un Brasil recién herido por un golpe de estado en un brote militar contra Joao Goulart: “Jango”.
Dilma Rousseff fue sólo una de las víctimas de las técnicas que reveló el Comissao Nacional da Verdade (Comisión Nacional de la Verdad), 30 años después de la severa represión militar.
EL TRIÁNGULO NORTE DE CENTROAMÉRICA: UNA DICTADURA DE CLICAS
Actualmente, El Salvador, Guatemala y Honduras son naciones gobernadas por “clicas”, pandillas centroamericanas fuertemente armadas y organizadas, sin decir lo obvio: violentas.
Las pandillas se encargan de su propio cobro de impuestos, como pago de la seguridad pública que ellos mismos controlan. Y cuando a las personas se les acaban los dólares americanos, viene la muerte, uno a uno van cortando elementos de la familia hasta recibir su pago.
Por eso, aunque México sea un infierno para quien pasa como migrante por sus tierras, las personas deciden tomar la peor de las dos opciones que la vida les ha dado: morir a machetazos o tal vez morir en camino a Estados Unidos.
El Estado que existe en estos países es fallido, es una decoración en terrenos que pertenecen a los maras salvatruchas. Además, el gobierno estadounidense del famoso Tío Sam también tuvo influencia en la creación del terror en el Triángulo Norte de Centroamérica.
Las raíces de esta problemática retroceden hasta 1954, cuando la CIA apenas cumplía siete años de su creación. El presidente Jacobo Arbenz había llegado a la batuta de Guatemala desde la izquierda nacional en un proceso democrático; como siempre, para el gobierno norteamericano había un riesgo comunista y naturalmente ordenó a sus arcángeles que derrocaran a los enemigos del neoliberalismo.
Washington temía que Jacobo Arbenz instituyera sus (comunistas) reformas agrarias dando tierras a los desposeídos y creando riquezas en personas pobres, en un país donde el dos por ciento de la población era dueña del 72 por ciento de los terrenos nacionales.
La consecuencia de esta innecesaria intervención primermundista, provocó la muerte de unos 200 mil indígenas y una brutal dictadura militar que acabaría hasta 1980.
Para entonces, con ya poco más de 30 años de experiencia, la CIA metió las manos en el gobierno hondureño, usando a sus soldados diestros en tortura y secuestro del entonces Batallón 316 (y otros) para acabar con las fuerzas políticas de izquierda.
Además, en 2009, el gobierno de Barack Obama, con mediación de Hillary Clinton, apoyó el golpe de estado contra el presidente de Honduras, Manuel Zelaya; las protestas llegaron y los protocolos ya conocidos actuaron una vez más como arma de sumisión y control público, al eliminar bestialmente a figuras contrarias a la opinión de habla inglesa.
La cereza del pastel centroamericano fue El Salvador, comenzando con el golpe militar de 1979 que provocó la formación de una guerrilla de izquierda de nombre Frente Nacional de Liberación Farabundo Martí. Para luchar contra las “endemoniadas” fuerzas comunistas, los gobiernos de Jimmy Carter y de Ronald Reagan invirtieron 6 billones de dólares en equipo miliar y entrenamiento, para evitar la llegada de los izquierdistas al poder.
El equipo anticomunista estadounidense terminó por crear un grupo paramilitar de sicarios bien armados. Fueron responsables de asesinatos famosos como el de Oscar Romero, arzobispo católico (durante un sermón) y el de monjas norteamericanas, a quienes violaron antes de acabar con su vida en 1980; un año después masacrarían a miles, sobre todo mujeres, niños, niñas y personas de la tercera edad, en la villa El Mozote, al noroeste de El Salvador.
La CIA pondría al mono Napoleón Duarte como la fuerte derecha para llegar a la paz, aunque la guerra aún se alargó ocho años más hasta 1992. Finalmente se contaron más de 75 mil personas muertas a coste de esa guerra.
A raíz de sus operaciones, clásicas del Tío Sam, llegaron la MS-13 y la MS-18, pandillas de exiliados de la República de El Salvador, entrenados militarmente, quienes se habían albergado como inmigrantes en Los Ángeles, California. Sin otra defensa más que la hermandad, se unieron para crear a los Mara Salvatrucha en la 13th Street (Calle trece) y en la 18th Street (Calle 18) de los barrios latinos al sur de esa ciudad.
Luego de que las bandas de salvadoreños tatuados crearan destrozos en el país ajeno, que provocó, aunque nadie lo supiera, el éxodo que inicialmente los llevó allí; el gobierno estadounidense decidió, como táctica de seguridad pública, correrlos a todos.
Antes de la guerra civil salvadoreña, en 1970, se contaban 15 mil originarios de El Salvador viviendo en EUA; en 1980, al comienzo, apuntaron 94 mil; y para 1990, había 465 mil inmigrantes de un tercio del Triángulo.
Fue bajo la administración de William (Bill) J. Clinton en 1996, que comenzaría la deportación masiva de latinos salvadoreños con carpetas criminales. Se habla de unas 45 mil deportaciones de vuelta a El Salvador desde Estados Unidos.
Es así como miembros altamente agresivos de organizaciones criminales llegaron a un Estado herido por una guerra civil y difícilmente capaz de lidiar con la importación de mano de obra para las clicas locales. Lo resultante fue un intento de política de seguridad titulado Mano Dura, la cual trató de arrestar a todos los criminales: más de 30 mil arrestos sucedieron en los primeros años del 2000 en El Salvador.
Esta acción provocó que las cárceles locales sirvieran como centrales efectivas de organización para las dos principales bandas maras y otras. Como dicen, el resto es historia.
Ahora, en la segunda década del milenio, con Donald Trump como máximo representante del nuevo Tío Sam, se ha decidido reforzar las ya de por sí severas políticas migratorias de Estados Unidos.
CONCLUSIÓN
En este trabajo se intentaron condensar al menos 100 años de intervenciones manufacturadas por el gobierno de Estados Unidos en cuatro casos puntuales con diferentes estrategias; por supuesto que de ninguna manera actúa por sí solo el poder político de aquel país, de ahí el uso recurrente del término abstracto: Tío Sam, una estructura socioeconómica y gubernamental que ha logrado definir el rumbo de Latinoamérica y otros países como Irak o Siria.
Si bien en la actualidad el Tío Sam está sufriendo diversas crisis a causa de su oscuro y permanente pasado, todavía es responsable de decisiones que controlan al mismo gobierno mexicano y al sur del país, por lo menos bajo amenazas comerciales; esto, incluso con los tacones socialistas y capitalistas de China, y Rusia aplastándole la garganta.
Los casos recientes de levantamientos populares en Bolivia, Chile, Venezuela, Colombia, Haití, entre otros, se deben, en cierta medida, al desequilibrio provocado por las forzadas políticas neoliberales en los distintos gobiernos y, si no, en el intento de introducirlas a toda costa.
Estas consecuencias atraen mucha sangre, mucha destrucción natural y, sobre todo, el desencadenamiento de conflictos internacionales que no tienen fin.
Hace más de cien años, el USS Baltimore ancló en costas chilenas para que marinos estadounidenses y costeños locales se molieran a palos y perdieran la vida en una pelea de bar, comenzada por un escupitajo racista en la taberna True Blue; esto al calor de una noche difícil para dos naciones acérrimas enemigas de aquel tiempo.
Entonces y ahora, se ha industrializado el odio y distribuido por las venas de las patrias. Dentro de sus torrentes se manufacturan guerras que luego serán justificadas con democracia y progreso.
La evidencia señala al Tío Sam como su principal abanderado, un hacedor de conflictos cuyo aparente propósito es dar lucro a la lacra y quitar libertades al pobre usando las peores facultades de la mano militar contra hombres y mujeres estandartes de las luchas comunitarias.
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